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Gijón en el retrovisor

El puerto no vivía de tráficos cautivos y los dinámicos empresarios exportaban

Millares de trabajadores emigraron para tratar de triunfar en ultramar, donde les ofrecían mejores condiciones laborales

El hotel Malet, obra del arquitecto Manuel del Busto, que Luciano Malet inauguró en 1904.

El puerto de Gijón iba a más, de forma espectacular, en la captación de tráficos -por entonces todavía no se vivía de los fletes cautivos para las pesadas industrias asturianas y había una gestión comercial muy agresiva- lo que redundaba en la expansión de la economía gijonesa y se había convertido ya en el primer puerto carbonero gracias al mineral que salía y no al que se traía de explotaciones carboníferas en horizontal y no en vertical, como las peligrosas minas asturianas. Sin olvidarnos tampoco, claro, de las operaciones comerciales de importación de cabotaje con máquinas para las cada día más pujantes instalaciones asturianas, ni de la exportación de productos elaborados por la naciente siderurgia gracias a las inversiones de las empresas privadas. Todo ello motivó el establecimiento de una aduana y de un depósito franco que fueron fundamentales para las industrias asturianas.

No obstante, como no había trabajo para todos y en otros países ofrecían mejores condiciones laborales y salariales, el personal en cuyos corazones latía la ambición del triunfo se iba en busca de nuevos horizontes existenciales. Los vapores de la Compañía Trasatlántica salían del puerto de El Musel hacia La Habana y Veracruz con unos diez mil emigrantes al año y hasta había un tranvía eléctrico que iba desde Gijón hasta el puerto al ampliar la línea que hasta entonces finalizaba en El Natahoyo.

La captación de pasajeros para abrir nuevas líneas regulares con el Nuevo Mundo empezaba a ser grande y los periódicos de aquellos años publicaban destacados y llamativos anuncios de las numerosas compañías de vapores que tenían establecidos rumbos y fletes hacia ultramar desde Gijón. La Compañía Hamburguesa era la que un mayor abanico de destinos ofrecía -a juzgar por la espectacular publicidad que desarrollaba en aquellos tiempos- para quienes buscaban nuevos horizontes al otro lado de la mar: Cuba, Montevideo, Buenos Aires, Chile, Paraguay, Patagonia y los puertos mexicanos eran los destinos más habituales para quienes iban a la llamada de la necesidad para triunfar o fracasar y nunca más volver. Se calcula que más de cien mil pasajeros utilizaron el puerto del Musel para emigrar.

Había una gran demanda de plazas hoteleras por aquello de que nada hay mejor que un veraneo en el Norte sin achicharrarse con el calor mesetario y la Compañía de Ferrocarriles del Norte -sensible a la moda de veranear a las orillas del mar Cantábrico- ofrecía durante la temporada estival los famosos trenes "botijo" desde Madrid hasta Gijón.

Más de doce horas se tardaba en llegar en el llamado tren rápido y había hasta cuatro frecuencias diarias en ambos sentidos. Aquella pudiente clase turística que se desplazaba hasta Gijón echaba de menos nuevas instalaciones hoteleras de alto nivel acorde con las que ya ofrecían otras ciudades del norte de España, como Santander y San Sebastián, dado que las plazas del "Suizo", del "Colón" y de "La Marina" ya eran insuficientes y habían quedado desfasadas ante los nuevos tiempos.

El prestigioso hotel Malet marcó una nueva época . El vacío fue cubierto en 1904 con la inauguración en la plaza del Marqués esquina a la calle Trinidad del lujoso hotel Malet -con apreciadas vistas hacia el puerto local- que fue obra del arquitecto Manuel del Busto, en donde no solamente los turistas disfrutaban de sus instalaciones, sino que también eran utilizadas por los acaudalados mineros que mientras llenaban ostentosamente de champagne francés las bañeras en días de lujo y rosas como demostración de su poderío económico encendían sus habanos con billetes de cien pesetas. El que puede pagar paga, sea quien sea, solían argumentar ante el desconcertado conserje de aquel gran hotel que muy pronto se haría famoso en toda España.

El gerente de aquel estiloso y rompedor hotel Malet fue Emilio Borrell, quien fue fichado por el empresario francés Luciano Malet en el prestigioso restaurante matritense "Lhardy" que había sido inaugurado en 1838 por Emilio Huguenin para satisfacer un capricho de Eugenia de Montijo quien le pidió crease en Madrid una imitación del famoso Café Hardy del Bulevar de Los Italianos de París. Como importante dato histórico conviene recordar que "Lhardy" en 1926 fue traspasado por ciento cincuenta mil pesetas a los jefes de cocina y pastelería Antonio Feito y Ambrosio Aguado, cuyos apellidos denotan sus innegables orígenes asturianos de Cangas y los territorios vaqueiros.

Aquel "samovar ruso de plata" con su excelente consomé ha sobrevivido, en aquel prestigioso establecimiento de la Carrera de San Jerónimo de Madrid, donde en aquellos años acudían discretamente en sus carruajes las señoras que carecían de la obligada compañía masculina protocolaria y el solícito camarero les acercaba entonces una taza del apreciado consomé, dado que estaba prohibida la presencia de las mujeres solas. ¡Qué tiempos y qué costumbres más represivas imperaban!

De ahí que en la afrancesada carta del hotel Malet no faltasen platos como: las pechugas Vilaroy, los roast-beafs, ni los soufflés, ni tampoco las rompedores selecciones de variada pastelería -que nada que tenían que ver con los habituales bollos y rosquillas de entonces- a los que los gacetilleros de la capital de España definían por su elegancia en la presentación como pasteles con corbata.

También de lo más "chic" de Madrid llegó un plato -que ha sido la única aportación británica a la gastronomía universal- que iba a ser excelso: las patatas fritas para picotear como piscolabis con una copita de Jerez. A veinticinco céntimos de peseta las vendía Celestino Dizy, en su confitería en el número 39 de la calle de San Bernardo.

Las habitaciones del famoso hotel Malet -que, años después, sería trasladado a la calle Corrida donde permaneció hasta su clausura en 1934- fueron frecuentadas por la hermana del Rey Alfonso XIII, Isabel de Borbón conocida popularmente por su sugestiva naricilla como "La Chata" -a quien le encantaba el "chantilly" de nata montada con vainilla- que lograba con su toque especial Juana Malet. También tuvo clientes como músicos de la importancia de Guerrero, Serrano, Moreno Torroba, Sorozábal, Vives, Lledó. El barítono Miguel Fleta cantó desde uno de los balcones de aquel hotel una jota aragonesa en gratitud por su éxito ante el estupefacto gentío que se agolpó en la calle Corrida. Y también fueron huéspedes ilustres escritores como Palacio Valdés, Pereda, Ortega y Gasset, Bergamín, Vital Aza o toreros como Belmonte, Joselito, Chicuelo, El Gallo, Armillita?

Ser el hotel de los toreros daba nuevas dimensiones propagandísticas en la atracción de nueva clientela. Los toreros daban más caché al hotel, que los escritores, los filósofos y los compositores -que conste a los efectos oportunos- ya que aunque el tiempo pasa nada cambia a la hora de la verdad.

Los pantagruélicos menús de los trasatlánticos. En 1907 -la gastronomía es fundamental para entender las diferentes culturas- la Compañía Trasatlántica ofrecía una espectacular oferta: cinco comidas cada día para que los viajeros no pudieran aburrirse en la larga travesía por las procelosas aguas del Atlántico. El "Alfonso XIII" ofrecía en primavera un menú compuesto por: consomé "carrousel", vaca a la florentina, potaje de guisantes, pavo a la "financier", pescado a la isleña, habichuelas "sauté", pierna de cordero, ensalada, helado de café con leche, napolitanos, quesos, frutas y dulce de almíbar. Todo ello regado con vinos y champagne, además de café y té.

De todos modos, no parece que por aquellos tiempos preocupasen mucho los llamados regímenes de adelgazamiento, a juzgar por la imperante belleza rubeniana de las seductoras mujeres provocativas que triunfaban espectacularmente en los escenarios de los cafés de variedades que daban un nuevo ambiente a la vida social gijonesa.

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