Enrique Pérez Rodríguez, decano del Colegio Oficial de Ingenieros Técnicos Industriales del Principado de Asturias, hace buenos los versos machadianos dictados por el poeta a sí mismo en soliloquio, en uno de los retratos mejor cincelados de la lírica escrita en castellano: "en el mejor sentido de la palabra bueno".

Es Enrique uno de los gijoneses más celebrados y celebradores, es, en esencia, un hombre bueno, un hombre justo. Y ello no quiere decir ser blando, sumiso, ingenuo o persona pusilánime y sin carácter. Por el contrario, los buenos al estilo que describían los versos de Machado se distinguen por su fuerte personalidad, por la catarata de energía y optimismo que imprimen a sus acciones, que además adornan permanentemente con una cálida sonrisa y aderezan, a mayores, con los sentimientos de confianza, cariño y respeto hacia los demás. Todas esas virtudes adornan a Enrique Pérez, que nació en la calle Electra, en El Llano de Arriba, a tiro de piedra de una vieja central eléctrica, de donde tal vez proceda esa chispa humana y profesional que le condujo al mundo de la ingeniería, del que es un referente en Asturias desde hace décadas.

Hijo único de Isabelo y Cándida, era un chiquillo dotado para los deportes que quiso estudiar para químico pero se interpuso el Sporting, de uno de cuyos equipos fue cerebro, con el número 10 a la espalda, en la época de Nelson Adams. Este Adams era un técnico brasileño que ideó un método de captación de talentos mediante la realización de pruebas a chavales prometedores de toda la región. Entre ellos estaba Enrique, al que el "míster" llegado de Brasil llamaba por su apellido: "Venga aquí, Pérez". Enrique, que contaba entonces 19 años, no alcanzó la meta del estrellato sportinguista, pese a sus enormes facultades, a decir de los que le vieron jugar allá por los finales de los años sesenta. Enrique es aún hoy abonado sportinguista, y Socio de Honor del club; y Grupista Ejemplar del Real Grupo de Cultura Covadonga. Condecorado por ambas entidades de la mano de otros dos de sus buenos amigos: Manuel Vega Arango y Enrique Tamargo, éste último infatigable pareja en el juego del mus.

Cuentan que cuando su homónimo Tamargo anunció a Enrique el título de grupista ejemplar, nuestro hombre le contestó: "Pero bueno, Quique, ¿Yo por qué? Si no fui a ningunos Juegos Olímpicos?". En su proverbial modestia, el Alumno Distinguido de este año por la asociación de Antiguos Alumnos y Amigos del Real Instituto Jovellanos -en un acto celebrado el viernes en el Antiguo Instituto- y futbolista fallido asegura que él no sabe nada de fútbol, que el entendido era su padre, buen amigo de Herrerita.

Fue Enrique un niño feliz que vivió en casa de sus abuelos y que aprendió a tocar la mandolina en una rondalla a los acordes de cuerda del "Santander" de Jorge Sepúlveda. En el domicilio familiar no había grandes posibles pero tampoco estrecheces, de manera que quedaba una perrona para el tranvía. Estudió en el instituto que le acaba de rendir homenaje y fue el primero de la familia en emprender una carrera. Le tiraba la Química y había planeado irse a estudiar a Oviedo con su amigo Pedro Sabando, también alumno distinguido del instituto Jovellanos, que cursaría Medicina. Pero entre el Sporting que se interpuso y unas cosas y otras, "Quini", que era como le llamaban los compañeros de aula del bachiller, decidió quedarse en Gijón, en la vieja Escuela de Peritos. En una reciente entrevista en LA NUEVA ESPAÑA, el último homenajeado por los Antiguos Alumnos del Instituto Jovellanos dejaba caer, como siempre hace, a cuentagotas, frases lapidarias llenas de ingenio y sabiduría. Como estas: "Siempre tuve la suerte de rodearme de personas más inteligentes que yo"; y "En la vida a veces se gana y a veces se aprende".

En la primera asoma el poso intelectual y humano que dejaron en Enrique Pérez los viejos maestros del Instituto Jovellanos que él recuerda con cariño. Las enseñanzas de Don Justiniano, de Don José Valdés, Doña Elvira, Doña Carmen Vega o la señorita Rendueles sembraron en aquel chaval el gusto por el estudio y el aprecio por la bonhomía. Aún reconoce Enrique el nivel de exigencia grande que impusieron los veteranos catedráticos del instituto a tantas generaciones de gijoneses que por sus aulas pasaron, algunos de los cuales han tenido acomodo en el mismo estrado que Enrique para recibir el reconocimiento de la Asociación de Antiguos Alumnos y Amigos del Real Instituto Jovellanos, como los investigadores Enrique Fernández Sánchez y José Luis Jorcano; el cirujano cardiovascular José María Valle; el militar Juan Antonio Moliner, el historiador Luis Suárez o la muy apreciada en Gijón catedrática de Literatura María Elvira Muñiz.

En la segunda frase, sobre su fortuna por rodearse de personas más inteligentes, esa es la que acompaña a los buenos jefes, a los buenos presidentes colegiales, a los mejores empresarios: verse arropado por la inteligencia de los que con ellos colaboran, de los que les rodean. En eso Enrique ha tenido desde siempre ojo de lince, salvo contadas excepciones. Dice, sin falsa modestia sino evidente sagacidad, que su suerte fue rodearse de inteligentes, siendo como es él mismo un tipo perspicaz y lúcido, dotado de un humor ingenioso a la gallega, que cuesta descifrar si es de ida o vuelta. Aunque más bien su gran acierto fue rodearse de personas.

Enrique Pérez es, además, doblemente ilustrísimo. En el año 2013 le fue otorgada por el Rey la Encomienda de Número de la Orden de Mérito Civil; y antes, en 2006 recibió, con idéntico tratamiento, la máxima distinción de la Ingeniería Técnica Industrial de España, la insignia de oro de la Unión de Asociaciones de Ingenieros Técnicos Industriales del país.

En esta segunda ocasión, la votación entre los decanos de los distintos colegios se hizo mediante bolas blancas y negras, de manera que el candidato que recauda cierto número de bolas oscuras queda apartado de recibir el galardón. En el caso de Enrique, por primera vez en la historia colegial, todas las bolas fueron de color blanco.

Los amigos que le queremos en Gijón somos legión, siempre viendo en Enrique a un Machado o un Mairena de la ingeniería asturiana; a un hombre, además de bueno en el mejor sentido de la palabra, siempre ligero de equipaje, como los hijos de la mar, aprendiz desde joven y cultivador del secreto de la filantropía. Cuesta encontrar un solo detalle negativo en quien a jamás le escuché hablar mal de nadie. Salvo, si acaso, su empeño en no revelar el año de nacimiento, o su hábito de cortar limones a hurtadillas de Antonio Mortera en el campo de golf, para luego preparar con ma estría de coctelero los gin tonics de la sobremesa de las comidas de una de las peñas gastronómicas que alumbra y de la que es animador. Pecados veniales.