Un accidente en su Harley Davidson, de las que es gran amante, cambió la vida de Juan David Castroagudín Cifuentes (Gijón, 1986). Por culpa de aquella fatídica caída que le lesionó el menisco, el gijonés tuvo que hacer un alto en su trabajo como cantero, en el que, junto a su padre José Antonio, trataba la piedra. Sin embargo, a Castroagudín se le abrió una puerta inesperada, la de la Escuela de Hostelería de Gijón.

Aprovechando el periodo de convalecencia, el joven acudió a formarse como cocinero al centro gijonés. Una decisión que marcó su devenir hasta que, la semana pasada, se alzó con la "Escalerona de Oro", el primer premio del IX Campeonato de Pinchos de Gijón, con su creación "Viaje a México" para el Café Lua, el negocio de su familia.

No obstante, esos no fueron los primeros fogones que encendió el cocinero. Tras su paso por la Escuela de Hostelería, Castroagudín realizó prácticas bajo la tutela de Jaime Uz, en el Restaurante Arbidel de Ribadesella, con una estrella Michelin. Su buen hacer en las cocinas asturianas le valió unas segundas prácticas, pero esta vez fuera del Principado y más cerca de las constelaciones. Castroagudín hizo las maletas para dirigirse a Vizcaya, donde se puso a las órdenes de Eneko Atxa y sus tres estrellas Michelin en el Azurmendi.

Tras su periplo de aprendizaje por tierras vascas, el gijonés volvió a su Asturias natal para asentarse definitivamente en Ribadesella, de nuevo colaborando con Uz. Sin embargo, Castroagudín no olvida la cafetería familiar, regentada por su madre y su hermana Cristina, con las que colabora para cualquier concurso de pinchos que haya en la región. Antes de esta "Escalerona de Oro", en el palmarés del cocinero ya relucían un primer puesto en votación popular en el certamen del año pasado, tanto en la competición local como regional, gracias a las votaciones del público en la web de LA NUEVA ESPAÑA, además de un primer premio en el campeonato organizado por la Cofradía del Oricio.

Tampoco olvida su primera profesión, de la que mantiene su predilección por el tallado de piedras, ni su afición por los animales que arrastra desde pequeño, cuando los observaba con su microscopio, y que hoy prevalece en la figura de Rubí, su perra pastor alemán. Puede que sí haya borrado de su memoria, el día en que su madre le obligó a comer el bocadillo que había tirado por la ventana, al negarse a merendar, o cómo había que obligarle a que se comiera las lentejas. Quizás, de la fabada que le hacía su madre Covadonga, de pequeño, que junto a un buen chuletón poco hecho son sus platos favoritos, le venga ese gusto por la cocina tradicional, siempre apegada a la innovación.

De lo que seguro que no se olvidará nunca es de cómo su Harley le obligó a cambiar el cincel por los cuchillos, la vagueza estudiantil de sus años mozos por las buenas notas en los cursos de cocina y las piedras de las fachadas por los brillantes de sus premios culinarios, que no paran de crecer. Eso sí, nunca los recogerá con un cuello alto, pues los odia.