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Pedro, que estás en los cielos

Vivió con pasión el fútbol, vio con naturalidad que Paquirri le brindase un toro y disfrutó del Grupo Covadonga ganándose el cariño y respeto de todo Gijón

Pedro, en las instalaciones del Grupo Covadonga. RGCC / LNE

En plena Segunda Guerra Mundial, mientras los nazis comenzaban a tizar en Be?zec y a pocos meses de iniciarse la Batalla de Stalingrado, llegaban a un mundo en ruinas Paul McCartney, Forges, Isabel Allende y Felipe González, entre otros. Al tiempo, Camilo José Cela publicaba "La familia de Pascual Duarte" mientras que Humphrey Bogart e Ingrid Bergman, dueños de sus destinos, elegían caminos divergentes en Casablanca. Era 1942 y, ajeno a todo, nacía en la asturiana Luarca, en el mes de marzo, Pedro Suárez Ochoa, que a su manera también fue un no alineado.

Risueño, "guapín" que dirían las más longevas gijonesas, bien peinado y mejor vestido. Como un pincel. De buen carácter salvo que algún "mazcayu" le llamase "Pedrito" -él no era de poner la otra mejilla- y sacase el genio a pasear. Pero todos le querían porque era buena gente. Indiferente a los chascarrillos -porque a palabras necias, oídos sordos- y observador constante de la realidad de la calle, de su ciudad y de sus gentes. Poseía un carácter alegre y vivaracho que le hacía madrugar y ponerse a cantar acompañado de la radio, cuando no echaba el tiempo en romper juguetes. Los propios y los ajenos. Tal era su afición melódica que daba igual qué canción saliera de las ondas; no sólo le cogía el ritmo sino que atinaba con la letra. Y muy a pesar de sus familiares, pues una vez daba inicio el recital ya nadie podía pegar ojo. Como si alguien le dijera "Tócala otra vez, Sam", la frase que nunca llegó a pronunciar Ilsa Lund en el filme de Michael Curtiz. Y pobre del que le llevara la contraria porque, si bien era extremadamente cariñoso y generoso, también era desobediente y muy terco. Y, al tiempo, impredecible.

Solía recordar José Luis Martínez, "el cura buenu", que antes de acudir al campamento que organizaba para los niños de su parroquia en San José en La Vecilla (León), se encontró con Pedro por la calle. Al enterarse del plan, éste le dijo que se apuntaba. El párroco, contrariado, le preguntó si había avisado en casa para no preocupar a la familia. Al negar la mayor, el cura le instó a no acudir. Acto seguido, José Luis y sus pupilos tomaron el autobús con destino a la localidad leonesa de recreo. Nadie supo nunca cómo lo hizo, pero al apearse, Pedro, autosuficiente hasta límites insospechados, ya estaba allí. En ello coinciden sus familiares que reconocen que viajar con él era un riesgo asumido porque se escapaba al menor descuido. Una querencia que manifestó desde bien pequeño cuando cogía la puerta de casa sin avisar y ancha es Castilla. Un vísteme despacio que tengo prisa. Cuando se quedaba en el hogar, por ejemplo, tenía por costumbre tirar todo tipo de objetos por la ventana a la calle. Útiles que el guardia municipal que dirigía el tráfico delante de la antigua Farmacia Arza subía a su casa tras recogerlos de la carretera. Otro tiempo, otro Gijón.

Además del don de gentes, tenía mando en plaza. Junto con otros amigos acudía a gastar el remanente de la paga dominical a Casa Marcelo. Allí entraba hasta la cocina donde le agasajaban con cartuchos a rebosar de potarros. Por no hablar de las aceitunas de barril que mercaba en el Salat. Pero sus papilas gustativas pedían carne aunque comía de todo, siempre y cuando no fuera cocina sofisticada. Aunque rehusaba tomar cada pieza de fruta que le instaban a probar. Ni por activa ni por pasiva. Explicados ya los rasgos de su carácter resulta baladí confirmar que se salía con la suya.

Pasados unos años se enroló en la popular escuela de Doña Anita y poco después asistió a la escuela de Doña María, ducha en educación especial y que impartía sabiduría y paciencia a un pequeño grupo de personas, niños y adultos. Entre ellos se encontraba, entre otros, Consuelo García-Bernardo, hija del entonces alcalde de Gijón, a la sazón promotor de esta escuela situada en una pequeña aula prestada del edificio de los bomberos, en las inmediaciones del colegio de los jesuitas. Un vínculo que permitió a este joven asistir a cada festividad de San Juan de Dios que anualmente organizan los bomberos para honrar a su patrón.

Y con mandilón blanco y entre tinta y plumines, Doña María estuvo al lado de Pedro hasta la jubilación de la que fue una gran maestra, como prueba la experiencia de otro alumno de la escuela que emigró a Estados Unidos junto a sus padres. Al otro lado del Atlántico, se matriculó, naturalmente en un centro de similares características, y el nuevo claustro, al ver lo adelantado que estaba en conocimientos y maneras con respecto al resto del alumnado yanqui, escribió a Doña María para interesarse por su método de enseñanza que tan buenos resultados obtenía. Pero cada maestrillo tiene su librillo ¿Y si hubiesen conocido a Pedro, que fue alumno aventajado? El acabose.

El fútbol y los toros eran dos de sus pasiones y también se dejaba ver con frecuencia por el hipódromo de Las Mestas para no perder ripio del hípico. Con el balón disfrutaba muchas tardes en la plaza del Parchís en aquellos tiempos pretéritos en que los niños jugaban en la calle al pío campo, a la queda o las chapas, entre otros. Y respecto al noble arte de la Tauromaquia, Pedro era un habitual del tendido de El Bibio cada mes de agosto. Allí, solía participar de la vuelta al ruedo de los toreros lanzándoles cualquier obsequio para su posterior devolución con guiño incluido del maestro de turno. ¡Hasta la cartera tiró un día de Begoña! Pero una tarde, se "cambiaron los trastos" y fue Francisco Rivera, "Paquirri", quien le brindó un toro. Se conoce que Pedro fue a verlo al hotel y le comentó que el suegro de su hermana era muy amigo de Antonio Ordóñez, a la sazón suegro de Paquirri. Una relación veraz que motivó la dedicación de la faena por parte del torero gaditano, natural de Zahara de los Atunes, en una de sus actuaciones en la feria. Un brindis que Pedro se tomó como la cosa más normal del mundo pero que días después Paquirri reconoció ante el maestro Ordóñez que nunca antes había recibido una ovación tan grande por parte del público tras brindar un toro a un espectador.

En el Real Grupo de Cultura Covadonga encontró durante años su segunda casa. Allí todavía se recuerdan aquellos largos que protagonizaba en solitario, anunciados por megafonía, y que motivaba que las palmas de los presentes echasen humo con cada brazada. Ergo no es de extrañar que junto a una de las piscinas del área grupista figure una placa como recuerdo y homenaje. Tal era su vínculo que Pedro, un poco farolero, solía decir que le iban a nombrar directivo de la institución deportiva. Seguro que a muchos de los mandamases les cedió previo pago algunos de los gorros de baño que adquiría y revendía en las inmediaciones a un precio superior. "Vendo los gorros y engáñolos como a bobos", solía reconocer.

Y como esa última aseveración, hubo muchas de diversa índole y en distintos ámbitos, pues Pedro siempre marcó distancias. Una tarde en un bar, algún ocurrente y molesto convecino fue a provocarle sugiriéndole si le gustaba la hija de un popular político local con el mismo rictus que él. "¿Cómo me va a gustar si ye mongola?", le espetó. Ítem más. Cuando contaba con veinte años y las cornetas del invicto ejército le apremiaban para cumplir con la patria se presentó a una revisión médica requerida para confirmar su incapacidad y así excluirlo del servicio militar, otrora obligatorio. En la sala de espera se concentraban más personas con discapacidades de diferente grado y Pedro paseó la mirada por todos ellos, se volvió hacia su madre y hermana, que lo acompañaban y, con aires de superioridad, exclamó: "¡Vaya cares!". Genio y figura.

Poco antes de cumplir los 62 años, la vitalidad de Pedro se iba consumiendo al amparo de las Hermanitas de los Pobres de Somió que, además de todos los cuidados necesarios para su estado, también le surtieron de cariño y atenciones. Hasta que el 23 de febrero de 2004 dijo basta y se fue con la dignidad intacta. "Creo que éste es el final de una gran amistad", que exhalase Rick Blaine porque, como alguien escribió en su día, Pedro era el amigo que siempre se desea tener. Tal como vivió, enamoró a los gijoneses que, plegados a su encanto, nunca más le llamaron "Pedrito". "Siempre nos quedará Pedro" para reconciliación con la humanidad.

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