El amor no está de moda. Por mucho que nos llenen la mente y todos los sentidos de corazones, love y demás cursiladas para que celebremos ya no el día, sino la semana o el mes del amor, no deja de ser puro merchandising. Simplemente una ocasión más para que cada uno trate de epatar a sus amigos haciendo el mejor regalo a su pareja, esa a la que adora, o al menos en el día de San Valentín. Y es que hay muy poca gente que sepa realmente lo que es amor, en el amplio y maravilloso sentido de la palabra. Sí, se casan, faltaría más, y además lo hacen a lo grande, si es posible por la Iglesia (aunque sea la única vez que la pisan), que es más elegante, con wedding planner incluida (qué manía tenemos de americanizarlo todo), que te organizan el bodorrio para que no tenga nada que envidiar al de tu prima que lo ha dado todo y se ha empufado hasta el fin de sus días. Estoy viendo cuándo ponemos las damas de honor vestiditas iguales, para que ya seamos tal cual el país maravilloso en el que reina el príncipe del show mundial, y al que le pegan un montón este tipo de fastos.

Pero, ¿saben?, el número de divorcios crece a un ritmo vertiginoso. Y es que las promesas de amor eterno que se hacen frente al altar tienen ya fecha de caducidad. Porque después de unos años, quizás con unos hijos por el medio (eso es siempre lo peor), uno ya no siente las mariposas en el estómago, ni la pasión del principio, ni cree que sea necesario estar toda la vida con la misma persona porque llega a ser muy cansino y, además, existen otras muchas posibilidades de vivir una vida que se ha frustrado por esa persona con la que te has comprometido hace unos pocos años, siendo esta es una de las causas que más se esgrimen: que el otro no les deja ser ellos mismos. Siempre me he preguntado qué significa romper una familia para ser uno mismo. Nunca lo he entendido. Uno se va haciendo, va creciendo junto al otro, maravillosamente diferente a él o a ella, pero siendo la pieza de un puzzle que si lo haces bien, quedará perfecto, porque encaja a la perfección. Pero hay que echarle ganas, y tiempo y mucha mucha paciencia.

Hay que saber hacer autocrítica, entender que el amor va cambiando de forma pero nunca de fondo, y que esa persona que es también el padre o la madre de tus hijos, merece tu lucha para que sea el abuelo o abuela de tus nietos. Lo cual, por supuesto, no es nada fácil. Quien diga lo contrario miente. La lucha, insisto, es complicada, existen tentaciones, cantos de sirena que te indican un camino mucho más fácil, en el que tú crees que toda la razón del mundo la tienes tú en cada discusión y que es él quien no te deja ser como eres, quien no te deja realizarte, quien no te escucha y además te ignora a menudo. Y él piensa lo mismo: que tú ya no eres tan cariñosa, o que no le das todo lo que pide, que estás cansada y que reprochas su falta de empatía, que te pasas la vida quejándote. Y ambos tenéis razón. Por eso ambos tenéis que tener claro algo. El amor es inmenso, es infinito y cuanto más se da, más se recibe. Y eso requiere una enorme generosidad. No hablo por supuesto de problemas importantes, de maltrato, de traiciones... Hablo de ese amor de todos los días, del que hace que te lata un poco el corazón cuando le encuentras por la calle sin esperarle, o cuando te dice mirándote a los ojos que estás más guapa que nunca, aunque dos horas antes os hayáis tirado los trastos... Porque no hay nada perfecto y mucho menos en el amor. Solo si comprendes esto, podrás mirar atrás y sentirte orgulloso de lo que has creado. Con todos los problemas del mundo, con todos los reproches, los desencuentros, pero pensando que nada en este mundo puede ser mejor que envejecer a su lado, que ver crecer a tus nietos, que saber que ese amor que juraste hace ya tanto tiempo ha permanecido intacto, diferente, pero intacto... Aunque tú nunca, pero nunca, hayas celebrado San Valentín.