Viernes Santo. Todo se ha consumado. El profeta Isaías lo había dicho: "Derramó su vida hasta la muerte y fue contado entre los malhechores". Ante la muerte todos nos afligimos, aunque sea un imperativo de la vida misma. Ocurre que al considerar a ésta como un bien, su pérdida nos entristece. Pero hay muertes naturales; se ha consumido el ciclo vital, el cuerpo se rompe y se acaba todo; en esos casos sólo cabe el dolor por la ausencia definitiva de un ser querido. Pero cuando la muerte es consecuencia de la ignominia, de la más salvaje injusticia, la indignación nos abrasa. Jesús era un hombre joven, tenía 33 años, era pobre y era bueno. ¿Qué mal había hecho? El propio Pilatos, en la pantomima montada en su juicio, reconoce que "no encuentro en Él mal alguno". Sus males habían sido repartir amor, sembrar la palabra de Díos, curar a los enfermos, dar la vista a los ciegos, resucitar a los muertos, consolar a los afligidos, y perdonar. Hace XXI siglos de aquello, y la Humanidad no ha podido olvidarlo. Nunca lo hará. Pese a los aconteceres de la Historia, pese a los cambios sociales, pese a las barbaries? Y es que el dolor resiste muy mal las teorías ideológicas.

El viernes, viendo su cuerpo tendido en la urna de cristal, la desesperanza nos asaltaría si no supiéramos que a los tres días iba a resucitar. Pero el viernes, era la gran cita del duelo. La solemne procesión del Santo Entierro. Antes de las ocho de la tarde la multitud desbordaba barreras y previsiones. La explanada ante la iglesia era una bullir de participantes. La Banda de Cornetas y Tambores de Jesús Cautivo de Oviedo, emitió el toque de oración. A lo que respondió la Banda de Música de Gijón entonando, en posición de concierto, una marcha fúnebre. Iniciaron el desfile los cofrades de la Santa Vera Cruz, portando estandartes, el incienso y la corona de espinas, seguidos de la banda de tambores de la propia cofradía. Precedían al hermoso paso de La Piedad, a hombros de 24 cofrades y escoltado por diez cadetes voluntarios de la Policía Nacional, y un oficial. Lo seguían doce manolas.

Nuevo toque de oración y después silencio. La urna con el cuerpo de Jesús iniciaba su dramático recorrido. Lo acompañaban los cofrades de Santo Sepulcro, y a su lado, rindiéndole honores, cinco militares del Ejército de Tierra; teniente Muñiz, alférez Castro, cabo primero Ruiz, alférez Velasco y sargento Tuero. Tras ellos los dos sacerdotes, Javier Gómez Cuesta y Constantino Hevia, y el ex pregonero Paulino Tuñón. Por último, cerrando la comitiva, iba el paso de Nuestra Señora de la Soledad, con su manto negro bordado de oro, a hombros de 12 porteadores de la Santa Misericordia. Custodiaban a la Virgen los oficiales de la Armada: teniente de Infantería de Marina, Francisco Díaz, sargento primero Menéndez, cabo Vergés, soldado de Infantería de marina Vega y la marinera Marisa. Cerraba esta procesión la Banda de Jesús Cautivo, que dirigida por José Miranda marcaba un inequívoco ambiente de duelo.

Al llegar a los Jardines de la Reina, se vio descender por la cuesta de la Colegiata a la Virgen Dolorosa -hace 60 años que no lo hacía ningún paso-, iluminada por ocho faroles, a hombros de los cofrades de la Santa Misericordia, y bajo los sones del Himno Nacional. La acompañaban ocho manolas y los legionarios reservistas, teniente Torres, caballero legionario Cedrón, caballero legionario Juan, y sargento Ucles. Unidos todos al cortejo principal se emprendió el camino de vuelta a la iglesia de San Pedro. Hemos de decir que la multitud era impresionante en todos los momentos del recorrido. Algo está pasando, algo muy bueno, en esta sociedad. Pero es hora de comportarnos como quienes somos.