Si nos vamos a un lugar de descanso y es verano, donde no conocemos a nadie ni nadie nos conoce, las horas serán lentas, más que el ritmo de nuestra vida habitual. Quizá nada ocurra (y es lo que deseamos) digno de ser reseñado pues como decimos tenemos pocos interlocutores en derredor. No somos adictos al móvil y aunque sea de utilidad en algún caso no lo llevamos ni en la mochila ("rara avis" lo confieso, somos pocos sin el móvil). Después de definirme llega el momento de hacer el equipaje y pensamos en una maleta para libros quizá ya leídos en otros veranos y ahora nos tiran de las orejas y los llevamos con ilusión en nuestro equipaje. Hemos envejecido y también rejuvenecido por entender más y al mismo tiempo ser menos complicados, más sensibles hacia el pensamiento de los que admiramos pues fueron nuestros maestros y ahora nos los llevamos de vacaciones.

No conocemos a nadie pero nos vamos conociendo mejor a nosotros mismos. Nuestro pensamiento es más ágil y entendemos más ecuánimemente a nuestros escritores de otros veranos y de este pues no olvidamos que causaron nuestro asombro, deleite, la magia que proyectaban a nuestra incipiente vida y saltábamos quizá de uno a otro con la precipitación de la juventud pero con las huellas de sus pasos en nuestro ser.

Somos más sencillos, menos complicados y también más serenos, más aptos para vislumbrar la profundidad de la psicología de los personajes que leímos y ahora releeremos de mayores y llegaremos otra vez a ellos pues por todas partes dicen se llega a Roma. Una maleta llena de libros es exagerado pues los veranos son más cortos. Simboliza nuestro bagaje espiritual que portamos y ya nos acompaña para siempre y nos indicará el camino a seguir.

¿Adónde vamos? ¿De dónde venimos? Les preguntamos. ¿Somos tan raros?