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Míticos de Gijón

Clochard, una vida entre pérgolas

Benigno Piélagos llegó a Gijón en 1973 y se instaló en el paseo del Muro, frente al mar; allí leía periódicos amarillentos y difundía la palabra de Dios

Benigno Piélagos, en Gijón.

Llegó a Gijón en noviembre de 1973, con 69 años, al tiempo que Richard Nixon negaba ser un ladrón, en Grecia se terminaba la tiranía de George Papadopoulos y poco antes de que ETA volase el coche en que viajaba el presidente Luis Carrero Blanco. Pero no fue hasta la primavera siguiente cuando la ciudadanía reparó en la presencia de Benigno Piélagos, que se mimetizó con el paseo del Muro bajo sus extintas pérgolas. Pero "el Clochard de la pérgola" -como le bautizó el siempre genial Fernando Poblet- ni robó, ni impuso sus ideas a nadie, ni mató, ni fue un tirano ni mucho menos un cruel dictador. De ahí que un día se cansase del verdadero hedor terrenal y se estableciese ajeno al mundo a la orilla del mar. Sin meterse con nadie y predicando la palabra de Dios.

El propio Poblet le definió como "curtido, altivo, independiente e insobornable", primero, y "eslabón perdido del nacional catolicismo al aire libre", después. Y así fue la semblanza que le tributó a Benigno, oriundo de Palencia, pues era hombre religioso y de rezo fácil. "Amo a Dios, a la Naturaleza y rezo mucho", decía él según desveló el historiador Agustín Guzmán Sancho en estas mismas páginas hace ya casi dos décadas. Fue sin duda un hombre al que su nombre, "Benignus", hizo justicia: "dispuesto al bien" o "que produce el bien".

Le apodaron el "clochard", vagabundo en francés, pese a que tenía fija su residencia y no vagaba por la ciudad. Tal fue la curiosidad que despertó entre los gijoneses que hasta concedió una entrevista a un medio local en 1974, poco después de llegar. Allí desveló que los quince años recorría los pueblos para dar clases a los muchachos ergo podría decirse que fue maestro. O algo parecido. Luego se instaló en Madrid y allí vendió quesos. En la capital refrescó por muchas mujeres "de alto copete". Solía seguirlas para averiguar dónde vivían y así tributarles piropos. Pero el amor no le fue correspondido y nunca se desposó con ninguna. Estaba casado con Dios. "Mi vida es Dios y a él estoy obligado".

De pronto huyó de todo, salvo del "Sumo Hacedor" y puso rumbo al Cantábrico. Encontró cobijo bajo las pérgolas y allí construyó su hogar. No pedía dinero, mucho menos limosna, y sólo vivía de los bocadillos que le daban sus muchos amigos y ciertos comestibles que se encontraba. "No pido y me dan lo suficiente para vivir", dijo Benigno entonces. Ese día, el del intervenido para la prensa, pasó todo el día con una barra de pan, una naranja y un pastel. "Con eso no preciso nada más" (sic). Nunca pasó hambre.

Él se alimentaba de fe. Y se empachaba así. "Mi máxima es dedicarle mi vida a Dios a través del sacrificio", confirmó. A él, al Creador, sólo le pedía salud -nunca fue al médico, ni para tratarse de una hernia- para "seguir haciendo penitencia y dejar algo hecho, ese es el auténtico sentido de mi vida". Y todo porque "la verdadera religión exige, por mandato de Dios, hasta el límite de las fuerzas del hombre". Fruto de sus creencias contribuyó a predicar el amor entre los seres humanos y el respeto a las cosas de la vida.

Sabía leer y escribir. Vivía rodeado de periódicos amarillentos y revistas que llegaban a sus manos cuando recogía papel. Acostumbraba a leer. Otra sana costumbre. "Paseaba, olía, se agachaba y se erguía", atestiguan los escritos de Poblet, que incluso le atribuye la compañía de un can a su lado. Así estuvo viendo pasar los días, los meses, los años y a la gente. Cuando allí apareció "volvía la leyenda del hombre del saco, del último maquis, disfrazado de peregrino", resolvió Poblet. Pero "del desprecio se pasó al aprecio". Terminaron por aceptarle e incluso popularizarle. Tan es así que, como recordó recientemente Manuel de Cimadevilla, hasta Pedro García-Rendueles le ofreció ser animador en el salón infantil de la incipiente Mercaplana gracias a la curiosidad que despertaba entre los niños.

Pero Benigno Piélagos tenía otros planes y declinó la oferta del que fue director de la Feria Internacional de Muestras de Asturias durante años. Como tampoco aceptó la ayuda para ser trasladado a una residencia. "Preciso libertad, huyo del enclaustramiento y en un asilo o un centro por el estilo no la tendría", respondió a la propuesta. Lo afirmó en primavera, después de haber pasado a la intemperie el duro y húmedo invierno gijonés. "Salí del invierno y no he muerto, ahora que llega el precioso verano no preciso abrigo de ninguna clase", sostuvo entonces.

Benigno Piélagos pasó el verano, el otoño, el invierno y la primavera siguientes. Encadenó estaciones sin solución de continuidad por años hasta que Gijón comenzó a cambiar. El PSOE propuso en el Ayuntamiento el derribo de las pérgolas del paseo del Muro de San Lorenzo. Logró el apoyo a su moción del PCA y sólo tuvo los votos en contra de los concejales de la UCD. En mayo de 1982 se hizo efectivo y la segunda pérgola se derribó. El "clochard" no duró ni un mes. El 1 de junio de 1982 el horizonte ya no tenía en frente al maestro palentino de barba y cabello largo, de ropa oscura y tez mugrienta. Murió en plena guerra de las Malvinas, con Irán e Irak a la gresca, Israel estaba a punto de invadir Líbano y dos días después de que España ingresase en la OTAN. Benigno Piélagos nunca vivió en la miseria. Quizás lo que hizo fue, precisamente, alejarse de ella, de la miseria del hombre para vivir en compañía de Dios, él único que le acompañó en su último aliento a los 77 años.

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