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El policía local que susurraba a los perros

Morgan, el popular guardia de tráfico, nació en México, destacó como adiestrador de canes y se sintió un artista de la pintura

Las dos esquelas de Morgan, publicadas en la "Hoja del lunes" en agosto de 1989.

Hubo un tiempo en Gijón, no muy lejano, en el que la ciudadanía llamaba por su nombre o mote a los guardias. De sobra conocidos fueron "Pasos Largos" y "Currito" por su labor policial. Otro de ellos, Florentino Pereira Sánchez, el popular Morgan, no sólo destacó con la porra y el silbato sino como adiestrador de perros. Tal fue su fama en estas lides perrunas que hasta le enviaban canes desde Madrid para que los metiera en vereda. Puede parecer la suya una vida de película, pero Morgan, que adoptó el apodo de su padre y después bautizó con él a uno de sus hijos como nombre de pila, fue un mítico de los que escribieron una página propia en la historia de esta ciudad.

Su pasión por los perros la mamó desde siempre, pero cómo consiguió ser el hombre que susurraba a las mascotas fue por casualidad. Todo comenzó en el ejército. Como a Morgan también le gustaba pintar, el capellán de turno le pidió que le hiciera un cuadro. Pero el clérigo tenía un perro muy rebelde y, entre brochazo y brochazo, Morgan le propuso que lo adiestrara. Luego fue un paso más allá y se ofreció él mismo a hacerlo, sin haber aprendido nunca antes a quitar las malas pulgas. Así era Morgan, polifacético y activo. "Adiestrar perro no se aprende en ninguna escuela, ni siquiera los libros lo enseñan; eso nace de uno, depende del amor que uno tenga a los animales. Amor y paciencia", decía.

Según su experiencia, basta con cuatro meses para adiestrarlos. "Pero es condición indispensable que el perro tenga de nueve meses de edad en adelante porque si es muy joven ya no se puede porque no razonan bien", advirtió en su día. Tras su periplo con el perro del capellán, y ya como guardia municipal en Gijón, creó una escuela de adiestramiento, en Caldones, donde le llevaban todo tipo de canes, en especial pastores alemanes -ovejeros alemanes, que decía él- por 200 pesetas diarias. Incluso llegó a tener huéspedes provenientes del palacio del Pardo, en la época en que todavía estaba encendida "la lucecita" día y noche.

Este popular guardia nació en México. Su madre era nativa mientras que su padre tenía ascendencia asturiana. Fue a los siete años cuando llegó a España por primera vez y le cautivó, en especial Asturias, a pesar de sentir predilección por su tierra natal. Poco después regresó al país hidrocálido para volver finalmente a esta región tras cumplir las 18 primaveras. Y aquí se quedó toda la vida. Hasta cumplir el medio siglo.

La pintura fue quizás la disciplina en la que menos popularidad adquirió en Gijón. A pesar de ello, Morgan dejó dicho que ya de joven se sintió atraído por los lienzos y las paletas, como si ese don fuera algo genético que le transmitió su padre, "el famoso Morgan", que decía su hijo. "Yo nací artista, el dibujo siempre ha sido lo mío, lo llevo adentro, en la sangre", desveló en una entrevista el popular policía. Prueba de que era algo innato es que nunca recibió clases de pintura ni tampoco de dibujo pues "yo nací con el arte, como nacieron mi padre y mi abuelo". Con el tiempo, y compatibilizando el pincel con sus múliples quehaceres, además de pintar para desarrollarse a sí mismo y sus compromisos, comenzó a vender más de un ejemplar. Sus obras, sostenía en 1974, las vendía entre 20.000 y 60.000 pesetas. "Y se compran, se compran", reveló. Mas nunca fue su intención vivir de ello puesto que Morgan consideraba que "el verdadero artista siempre ha sido un muerto de hambre porque eso de vivir como un marajá a cuenta del arte ya no es ser artista".

Había días que apenas dormía dos horas, pero su máxima era que "siempre queda tiempo si se pone empeño". Es lo que tiene ser polifacético, oiga. Y además activo. "No puedo estar parado, inactivo, sin hacer nada; necesito actividad, continuo movimiento, hacer algo, por eso me llaman polifacético, que es cuando se hacen muchas cosas a la vez". Ese temperamento activo le sirvió para convertirse en un espectáculo andante, un show en plena calle, apostado en cualquier cruce gijonés entre coches y coches en uno y otro sentido.

Morgan, ataviado con su salacots de color clara de huevo y el uniforme reglamentario dirigía el tráfico merced a "un concierto de pito con histriónicos pero convincentes gestos de autoridad", como definieron antes en el libro "Tiempos pretéritos", libro donde también se recuerda cómo, a modo aguinaldo, se dejaban regalos de Navidad para estos guardias municipales en la antigua plaza de José Antonio -hoy plaza del Carmen- cuando todavía no tenía fuente. Pero la labor de Morgan, junto a su característico bigote, era la de educar a peatones y conductores. Igual que hacía con los canes.

"No soy partidario de sancionar, trato de no hacerlo, soy de educar al peatón y al automovilista; sólo lo hago en casos estrictamente graves, pero generalmente no suelo hacerlo", advertía el genial guardia que además sentía que su método daba resultado. "Precisamente por eso, allí donde estoy, el tráfico es regulado con la más perfecta normalidad; si me pongo a sancionar a mi vera no habría sino atascos y lo normal es que donde yo dirija el tráfico no los haya", defendía Morgan.

Además de agente de la guardia de Franco, policía municipal de tráfico, inspector nocturno en alguna sala de fiestas de la ciudad, adiestrador de perros y artista, Morgan también fue visionario y ya advirtió problemas en aquella época. "El tráfico cada vez está peor", denunció a las puertas del final del franquismo. "Creo que de seguir en este plan llegará un momento en el que sobraremos los guardias y los peatones porque los coches nos arrasarán y los automóviles no dejarán paso a las personas". Buena ayuda sería la sapiencia y sentido común de Morgan al inminente plan de movilidad con el que la villa quiere devolver la calle al ciudadano.

Fue su forma de hacer las cosas, la de Morgan, las que le hicieron granjearse el cariño de Gijón. Un aprecio que sintió y le permitió desarrollar un sentimiento de pertenencia a una tierra mucho más fría que su México natal. "Si continúo aquí es por el ánimo que me proporciona el público gijonés; ese cariño que manifiestan hacia mí no puedo pasarlo desapercibido, el público me anima y eso es suficiente para mí porque lo único que necesito es ánimo, es lo más grande y entonces, con el animo me estimulo y no defraudo a nadie". Pero un día colgó el silbato y pronto quedó sólo en el recuerdo de los ciudadanos más embriagados de gijonesismo. A su olvido contribuyó su prematura muerte, a los 50 años de edad, a las puertas de la Semana Grande. Se fue un 6 de agosto de 1989 -se publicaron dos esquelas en la "Hoja del Lunes", una en la que le llamaban Florencio y otra en la que ponía Florentino- y al día siguiente se ofició su funeral en la iglesia parroquial de la Inmaculada. Sus restos reposan, según su esquela, en el cementerio de Ceares.

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