En una sociedad tan precarizada como fue el mundo obrero de la época del franquismo, emergió con fuerza y enorme relevancia la figura del cura obrero. Unos sacerdotes que, a la lucha del movimiento obrero por alcanzar una vida más digna, unieron la suya propia para intentar entrar en una sociedad en la que, en un principio, no encontraron más que el rechazo a todo lo religioso y, más concretamente, a la Iglesia como institución.

"Nos encontramos con un gran rechazo, pero en la medida que nos íbamos enfrentando juntos a los problemas comunes, buscando la mejor solución, nos íbamos uniendo mucho más", relata Jesús Ángel Fernández, un sacerdote jesuita que ejerció durante un cuarto de siglo como cura obrero en Gijón, "nos íbamos entendiendo mejor, respetando las diferencias pero aprendiendo a admirar lo valioso de la ideología de los demás", rememora el sacerdote. "Según mi experiencia, la gente que era reacia, al final acababa sintiéndose cada vez más orgullosa de que un cura estuviera junto a ellos, luchando a su lado", explica.

Esta es una de las reflexiones que se vertieron ayer en las jornadas "Curas obreros en el antifranquismo gijonés", organizada por la Fundación Juan Muñiz Zapico de CC OO de Asturias. En ellas, gracias a los testimonios de muchos de estos sacerdotes, se pudo observar cómo, en una época tan complicada, fueron los propios curas obreros quienes se separaron del aparato de la Iglesia como institución para "pasar de una Iglesia para sacramentalizar a una Iglesia para evangelizar".

Así lo sintió también Fernández, quien veía en la labor de los curas obreros una similitud con los misioneros "pero con la experiencia de lo malo que se hizo a veces, que en vez de evangelizar se iba a colonizar" por lo que lo que él mismo buscó en la década de los setenta fue "no colonizar, no llevar mi cultura y mi ideología a los demás, si no transmitir el mensaje de Jesús apoyándome en la cultura de la que quería formar parte".

Y, en cierto modo, Fernández siempre formó parte de ella. Hijo de trabajadores, "se nos formó con una exigencia de fondo de responder a todo el esfuerzo que había hecho el mundo obrero para poder educarnos", argumenta el sacerdote, "teníamos que responder, valiéndonos de toda nuestra formación para luchar en favor del mundo del trabajo".

Precisamente por ello, desde el primer momento lo tuvo claro. "Cuando opté por hacerme sacerdote jesuita, tuve presente ese compromiso, esa obligación de devolver al mundo del trabajo lo que había hecho por mí, y fui viendo claro que la mejor opción para ser capaz de responder de la mejor manera a mi sacerdocio y al mundo obrero era hacerme cura obrero". Una decisión difícil, en una época en la que el colectivo obrero pasaba necesidades, hambre, e incluso miedo. Los sacerdotes tenían que ofrecer entonces "unos valores y una cultura humanista basada en la solidaridad y la dignidad del trabajo y los trabajadores, en el discurso de la igualdad", como reflexionó una de las ponentes, Lourdes Cueto, sabiendo que esa labor no se podía realizar únicamente desde el templo "porque los trabajadores no iban a la iglesia".

Una labor ardua, dura, pero no ingrata. "Mereció la pena porque me liberó y me produjo una profunda paz. Mi vida ha tenido y tiene sentido por ello, por humanizarme yo y haber podido humanizar a la sociedad, ya que, si no se humaniza, se va debilitando en valores y perdiendo sentido", sentencia la voz de la experiencia de una vida dedicada al movimiento obrero a través de la Iglesia.