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Ricardo Pochtar: "Mi poesía es cada vez más despojada, lo de ponerlo todo me parece abuso"

El traductor de Sade, Lampedusa, Sciascia y Umberto Eco presenta hoy su último poemario, "Beneficio del asombro"

Ricardo Pochtar, en la calle Rodríguez San Pedro. MARCOS LEÓN

Aunque suene extraño, hay argentinos de palabra contenida. Al menos por escrito. Es el caso de Ricardo Pochtar, bonaerense de 1943 afincado en Gijón desde hace años. Una prueba es "Beneficio del asombro" (Tigres de Papel), poemario en el que es excepción el texto (y reúne ciento tres composiciones) que pasa de los diez versos. "El tono de mi poesía es cada vez más despojado; a mí, como lector, lo de ponerlo todo en el poema me parece un abuso", explica.

Una poética que condice con el excelente aforista que también es Pochtar: síntesis, concentración expresiva, conceptualismo lírico. El autor, afamado traductor al español del Marqués de Sade, Lampedusa, Leonardo Sciascia o Umberto Eco, presentará hoy en la gijonesa librería La Buena Letra (20.00 horas) ese último volumen de poemas. Estará acompañado por Rafael Gutiérrez Testón, presidente del gremio de libreros de Asturias y comentarista deportivo de este diario.

Pochtar publicó su anterior poemario hace cuatro años, "El canto del azar", y hace dos dio a la estampa "Pequeñas percepciones", una estupenda suma de aforismos. Aunque el invierno de Gijón -ciudad a la que llegó con su mujer huyendo del sol-, le tiene sumido en un pertinaz constipado, no para de trabajar en lo suyo. Ahora ya menos en las traducciones de la escritura ajena. "Se tiene que reeditar mi traducción de 'El gatopardo', de Lampedusa", dice. Suya es la versión del superventas de Eco, "El nombre de la rosa". Junto con el español, domina el italiano, el inglés y el italiano. Fue traductor para Naciones Unidas y en el 2010 le dieron el premio internacional de traducción literaria "Claude Couffon". "Si hay un proyecto que me apasione, lo haré, porque llega un momento en que te cansas un poco", señala.

Prefiere ahora escribir y releer. Le gustan los textos que funcionan como icebergs: lo evidente es tan sólo una parte del conjunto. Su poesía mantiene una cierta continuidad, como suele suceder con los autores que tienen algo que decir. Pero hay también algunos cambios sutiles: "Existe una carga afectiva que ha ido cambiando con el tiempo, aunque son cosas, supongo, inevitables; en algunos textos se desliza un poco de ironía, un último registro que no es deliberado y que responde, quizás, a que la experiencia es frustrante en tantos aspectos". En sus poemas transpira en ocasiones eso que él mismo llama "el dolor del mundo". Es capaz de prodigiosos compendios: "La cucharada que en medio/ de la sopa sabe a nada", como escribe en "Mal de vivre".

"Mi ideal es la tensión literaria entre dos pulsiones: la lírica y la conceptual, que los conceptos se hagan líricos y al revés", subraya el poeta. "Una contaminación", añade. A su 75 años, está en una gran etapa creativa y de relecturas. Si se le pregunta por los poetas y escritores que le han acompañado, mira a una orilla y otra del Atlántico. Confiesa que conoce más a fondo la poesía latinoamericana que la española, aunque nombra -junto a su paisano Roberto Juarroz- a Pedro Salinas y Jorge Guillén. Le fascinaron pronto los italianos Eugenio Montale, Salvatore Quasimodo o Ungaretti. Y sigue fiel a Kafka o a los aforismos de Canetti.

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