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Olayistas de raza y corazón

Los veteranos del Santa Olaya rinden tributo a Carlos Estébanez y a Emilio Fernández por su contribución a dar vida al club de natación

Carlos Estébanez Castillo, uno de los pioneros del Santa Olaya que participaron activamente en la construcción de la piscina, en dos imágenes de los años sesenta con otros olayistas.

"¿Sabes lo que es escuchar a la orquesta allí al lado tocando pasodobles y no poder ir a bailar porque estás picando? Pero al final lo que nosotros disfrutábamos era con tener un cachín más de muro en la piscina". A Carlos Estébanez Castillo se le humedecen los ojos cuando recuerda aquellos años, aquel ambiente y aquellos amigos con los que robó al mar y a las rocas una pileta para nadar y dar vida al club de natación Santa Olaya. Amigos con los que volverá a reencontrarse este viernes en el Savannah con motivo de la cuarta comida de hermandad de los pioneros del club. Un homenaje teñido de luto por la reciente muerte de uno de los suyos: el veterano nadador olayista Alberto Rodríguez Morán, fallecido a los 76 años.

Estébanez es uno de los dos homenajeados en esta edición, que sigue siendo la excusa perfecta para hacer un ejercicio de nostalgia y fraternidad. El otro es Emilio Fernández Arranz - "bueno Milito, nadie me conoce por Emilio", dice con una sonrisa- que destacó como uno de los mejores nadadores de aquellos años. Y no sólo como nadador. "Soy casi socio fundador, tengo el número 17", dice con orgullo y sintiendo los colores.

Carlos Estébanez era el socio número 7 del club hasta que las vueltas de la vida le alejaron del Santa Olaya. O por lo menos de sus instalaciones que nunca de su corazón "porque lo que allí vivimos no se olvida". Carlos no fue nunca un nadador de primera como Milito. "Yo era de meterme en el agua a mojar el culo", dice entre risas Estébanez sin buscar comparaciones con el campeón de las piscinas cuya capacidad atlética le sirvió también para destacar en la pesca submarina, el esquí, el rugby y las marchas populares. Y eso que empezó su carrera con entrenamientos en los pedreros del Natahoyo. "Luego nos llevaron a entrenar a Fomento y salíamos con los pies abrasados porque no sabíamos dar la vuelta. También íbamos a Aboño, donde el Pozón", rememora Milito. Tener una piscina era un sueño que ellos hicieron realidad con sus propias manos. Una piscina que, además, era el epicentro de su vida como integrantes no tanto de una pandilla como de una gran familia.

"El ambiente familiar que hubo aquí. ¿Eso? En ninguna piscina se vivió, ni creo que se viva", coinciden en decir ambos. Aunque para Milito eso del ambiente familias es más que un sentimiento. Es un hecho. Su padre fue presidente de la entidad un tiempo y su mujer llevó la cantina durante años. Así que el club era como el salón de su casa, el comedor y la cocina todo junto.

Entre ir y venir de disciplinas deportivas Milito y de Asturias a Alemania como emigrante Carlos fueron pasando los años. Pero nunca se rompió el nexo con el barrio de El Natahoyo -ambos trabajaron en los astilleros-, con el club que ayudaron a crear, con la natación que tanto les gustaba y con aquellas amigos que se convirtieron en picadores y encofradores sin saber casi nada de nada de la construcción.

"La gente venía a vernos y muchos pensaban que estábamos chiflados. Todavía me acuerdo de aquella vez en que alguien nos preguntó que íbamos a hacer cuando marchara la mar y quedáramos sin nada. Tranquilo, que nos falta por hacer la cuarta pared, le contestamos. Y de la alegría de cuando nos regalaron un camión de cemento. Estaba mal y no servía para otra cosa pero para nosotros fue cómo si nos tocara la lotería", recuerda Estébanez. ¿Anécdotas? Mil.

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