Llegó el primer tropiezo serio para Barack Obama y lo hizo en las primeras horas del primer aniversario de su llegada a la Casa Blanca. La pérdida de la mayoría cualificada que los demócratas tenían en el Senado no sólo deja en el aire la aprobación de la reforma sanitaria sino que, además, ha sido interpretada como un signo de que la desafección del electorado es más profunda que la revelada por las encuestas.

En puridad, lo que ante todo muestra la victoria republicana del martes es que el escaño de senador en disputa en Massachusetts había sido de los Kennedy durante 50 años y que la candidata demócrata respaldada por Obama no ha sido capaz de heredarlo. ¿Hubiera podido un Kennedy? No cabe descartarlo, aunque, una vez que el propio presidente ha asumido públicamente que el electorado le ha enviado un mensaje, la hipótesis contrafactual carece de interés.

La derrota demócrata en Massachusetts, que supera en contundencia a cualquiera de los miles de balances publicados estos días, cierra el primer año presidencial con un suspenso que, por su total ausencia de matices, no es más que una burda simplificación. Sin embargo, abre una vía de reflexión sobre los factores que se han conjugado para llegar a ese resultado.

Votaron a Obama y no han apoyado a su candidata -la fiscal general Martha Coakley- los entusiastas de hace un año que ahora gritan traición y enumeran incumplimientos; los que se quejan de que la Casa Blanca piensa más en los bancos y en Wall Street que en ellos o en sus pequeñas empresas; los que no encuentran empleo; los latinos que no oyen hablar de la ley de inmigración; los miembros de la clase media que temen, tarde o temprano, una subida de impuestos para enjugar el déficit público creciente; los que pronostican que la mano del Estado degradará su atención médica y les costará aún más impuestos; los que estaban hartos de Bush, pero desconfían del poder federal y ven demasiado intervencionismo en el reformismo de Obama. Por sólo citar algunos.

Y, por supuesto, todos los que no le apoyaban ya hace un año, los republicanos para simplificar, que componen un universo donde se mezclan los conservadores clásicos con quienes rechazan la presencia de un negro en la Casa Blanca o, sencillamente, están intentando reavivar las cenizas del neoconservadurismo a través de las reuniones vecinales conocidas como «tea parties», que gozan de relativo auge. Todos ellos han encontrado su banderín de enganche en la reforma sanitaria, que desde el pasado verano les ha permitido lanzar todo tipo de críticas contra Obama y demonizarlo como el presidente socialista que llevará a EE UU a la ruina.

Pero, más allá de la disección a vuela pluma de las legiones de recientes descontentos y opositores de viejo cuño, el oscuro inicio del segundo año de mandato de Obama va a permitir conocer mejor quién es realmente el político que vive en el Presidente. Antes de las elecciones de 2008 se trazaron muchos perfiles del candidato Obama. En los balances del primer año, copados por sus políticas, apenas los hay.

Sabemos que mantiene su claridad expositiva y esa frialdad de tono, mezcla de profesor y predicador moderado. Sabemos también que eso le hace distante, lo cual, sumado al frenesí reformista, puede darle unos aires de carismático líder salvador que, en el país donde cada uno se salva a sí mismo, pueden dañarle. Más aún cuando algunas fotos desvelan que su expresión puede volverse arrogante o levemente burlona.

Hay, además, quien lo califica de indeciso, basándose en los meses tardados en ordenar el envío de 30.000 hombres a Afganistán o los tres días empleados en pronunciarse sobre el fallido atentado de Detroit. Quien disculpa estos plazos asegura que son prueba de que se informa a fondo antes de decidir. Y poco más sabemos, salvo que tras la derrota de Massachusetts ha admitido de inmediato una pérdida de contacto con los ciudadanos «sobre sus valores esenciales».

Ha llegado, al fin, la hora de la verdad para Obama. La nueva situación legislativa que ha de manejar y la corrección de rumbo que se le exige permitirán completar su retrato. Veremos, por ejemplo, si el reformista cede ante el centrista forjador de coaliciones que, en estos días de aniversario, se lamentaba de no haber podido unir al país, meses después de haber entendido que no era posible contar con los republicanos para desarrollar su agenda de cambios.

De momento, su primera propuesta tras Massachusetts ha sido limitar las actividades de la banca para que «nunca más un contribuyente americano sea rehén de un banco que es demasiado grande para caer». Lean estos posos en el fondo de una taza y añadan que Wall Street respondió con bajadas.