La anulación de la cumbre UE-EE UU que Zapatero había previsto para el próximo abril en Madrid ha sido acogida como un mazazo por el Gobierno español, que aún confiaba en fotos de la Presidencia semestral para capear la tensa situación política derivada de una catastrófica coyuntura económica. En el resto de la UE, y sin que haya sido aplaudida la decisión, su impacto ha sido mucho menor, pues, con toda probabilidad, la reunión se celebrará en otoño, coincidiendo con una cumbre de la OTAN. Algún presidente, como el francés Sarkozy, ha asegurado incluso que la anulación es irrelevante. «Hay demasiadas cumbres», afirmó la pasada semana, «y se pierde demasiado tiempo». Mientras, Zapatero insistía aún el pasado viernes, contra toda evidencia, en que la cumbre aún es posible.

Desde EE UU, se ha explicado que la causa de la anulación no debe buscarse más que en razones de política interna. El primer año de la Presidencia de Obama ha estado marcado por una actividad frenética tanto en el interior como en el exterior. En el interior, combinando la lucha contra la crisis financiera y la recesión con los primeros pasos de las reformas prometidas por el candidato Obama. En el exterior, reparando con cuidado todas las grietas abiertas por el imperialismo unilateral de Bush y examinando a fondo las aplicaciones posibles, en los diferentes frentes, de una estrategia multilateralista basada en el diálogo y en la revalorización del papel de la ONU. Todo ello, claro, sobre el fondo de la doble guerra de Irak y Afganistán.

El resultado de esta extraordinaria atención a las cuestiones del mundo ha sido que Obama ha hecho más de 20 giras en un año y ha viajado seis veces a Europa. Son cifras sin precedentes en EE UU en un primer año de mandato y han permitido a Obama, además de ser galardonado con el Nobel de la Paz, conocer de primera mano cómo funcionan los líderes mundiales y, en particular, cómo funcionan las políticas exteriores europeas. Obama tenía aún capas de bálsamo por aplicar en Europa y lo hizo. Todo el mundo tuvo su foto con él, a la vez que él mismo tenía tiempo para sufrir la afición de los líderes europeos a reunirse en cumbres de agenda débil.

La cumbre está en la tradición de las políticas comunitarias de pequeños pasos y pequeños gestos, y de hecho es, bajo el nombre de Consejo Europeo, la institución que remata la compleja arquitectura de la UE. Igual de cierto resulta, sin embargo, que las reuniones con líderes europeos se sitúan en las antípodas del modo de funcionar de la Casa Blanca, habituada a las reuniones rápidas y a la toma de decisiones.

Así las cosas, el pasado 20 de enero se cerró por partida doble el primer año del mandato de Obama. Por un lado, los balances se hicieron en claroscuro y las encuestas mostraron que el presidente lograba a duras penas contentar a la mitad del electorado. Obama ha pagado el crecimiento del paro, la decepción de los exaltados, la percepción de haber ayudado más a los bancos que al ciudadano y a la pequeña empresa, además de acusar el desgaste generado por la cruzada republicana contra la reforma sanitaria. Por otro lado, apenas comenzada la jornada del aniversario se confirmó la pérdida de la mayoría demócrata en el Senado, una derrota que no sólo limitó de golpe las posibilidades de maniobra de la Casa Blanca, sino que sembró el pánico en Washington entre los numerosos legisladores demócratas que irán a las urnas en noviembre.

La reacción de Obama comenzó a hacerse visible antes de 48 horas. Reforzó el tono populista de sus discursos, que encontró su vértice en su más dura advertencia a los bancos: «Si esos tipos quieren guerra, yo también la quiero». Reactivó sus ya de por sí numerosas comparecencias ante los ciudadanos, en las que confesó ser culpable de haber perdido contacto con el votante, y prometió ocuparse, por encima de todo, de la creación de empleo, sin perder empuje en su voluntad de reforma y de cambiar el modo de gobernar en Washington.

En tercer lugar, asumió las críticas republicanas sobre la necesidad de contener la deuda pública, a la vez que advertía a sus rivales contra la tentación de torpedear de modo sistemático la acción de gobierno. En suma, nuevos modos, plasmados en detalle en el discurso de la Unión, para un nuevo objetivo: ganar las legislativas de mitad de mandato y evitar que, como le ocurrió a Clinton en 1994, la Casa Blanca quede maniatada y tenga que limitarse a un papel gestor. Para reforzar este frente, recuperó a David Plouffe, el director de la brillante campaña presidencial de 2008, y lo puso a identificar sobre el terreno los flancos débiles demócratas.

Resulta fácil entender que una mayor atención al interior obliga a seleccionar objetivos exteriores. Y Obama ha empezado a hacerlo tomando como criterio los resultados de sus maratones diplomáticos del primer año. En consecuencia, hay líneas de fractura mundial a las que no dejará de prestar la máxima atención: las guerras en curso, Irán -al que acaba de subir el tono en respuesta a las dilaciones de Teherán y en busca de una mayor imagen de firmeza-, Oriente Medio -donde la táctica de presión sobre Israel ha fracasado y está dando paso a una presión adicional sobre los palestinos-, Rusia -con quien parece cercana la firma de un acuerdo de limitación de arsenales estratégicos, lo que incrementa los desacuerdos de última hora para ganar la lucha por los últimos flecos- y China.

Con el rampante coloso chino, que tiene en sus manos la mayor parte de la deuda de EE UU, parece previsible que la relación se endurecerá a medida que Pekín exteriorice más y más su convencimiento de que, aunque no se le reconozca, es ya la otra superpotencia.

¿Y Europa? La anulación del viaje de Obama a Madrid, que según fuentes oficiales de Washington nunca había sido cerrado en firme, revela que para la Casa Blanca -restañadas ya las heridas de la crisis de Irak y reintegrada la Francia de Sarkozy al mando militar conjunto de la OTAN- Europa no representa ningún problema, aunque tampoco aporta grandes ayudas.

La relación que Obama desea mantener con Europa en los próximos meses pasará, pues, por los contactos bilaterales -allí donde haya algo que obtener- y por los encuentros en el seno de la OTAN, embarcada con EE UU en la guerra de Afganistán y punto de apoyo necesario para la contención de Rusia.

En cuanto a la UE, la catastrófica experiencia de la Cumbre del Clima de Copenhague ha enseñado a Obama que es un monstruo con varias cabezas nacionales, capaces de hablar todas a la vez y decir cosas diferentes. Por si fuera poco, la puesta en marcha de las instituciones del Tratado de Lisboa ha añadido a su cúpula a personajes como el presidente Van Rompuy -en conflicto de competencias con la Presidencia española, que ya ha tenido que anunciar públicamente que reducirá su ambicioso perfil- o la Alta Representante Ashton, cuyas notorias ausencias e incapacidad para fijar posiciones han convertido en un héroe a un Javier Solana cuya principal virtud era su omnipresencia, a menudo huera de resultados. En suma, y más allá de los repliegues hacia el interior a los que se ha visto forzado Obama, su desinterés por la UE no es sino el espejo que refleja la fragilidad e inoperancia de la Unión.