David Cameron, el líder conservador británico, es de esos políticos a los que se les atribuye la ambición de ser primer ministro desde siempre. Claro que, durante buena parte de su vida, Cameron, londinense de 43 años, tuvo que ocultar esa pulsión porque entre la gente de clase alta no está bien visto aparecer como un ambicioso. Sin embargo, desde que el pasado jueves se impuso en el tercero y último de los debates electorales, este descendiente de escoceses tiene, por fin, al alcance de la mano lograr su sueño.

No sólo sueña Cameron. Una victoria en los comicios del próximo jueves pondría fin a la larga serie de derrotas conservadoras inaugurada en 1997 cuando Tony Blair, el hombre que renovó el laborismo enarbolando el centrismo de la Tercera Vía, echó el candado a los 18 años de gobiernos «tories» dirigidos por la ya legendaria Margaret Thatcher y por John Major, su oscuro sucesor. Desde entonces los laboristas (Blair) han encadenado tres triunfos, una marca histórica, y los conservadores han elegido a cuatro efímeros líderes. Pero sólo Cameron les ha hecho sentir que ellos también tienen su propio Blair y les ha devuelto la esperanza de regresar al 10 de Downing Street.

En muchos aspectos, Cameron es hijo de Blair, una figura política que le impresionó en sus primeros años de gobierno y cuyos más recónditos meandros ha llegado a saberse de memoria. Como Blair, trece años mayor que él, Cameron ha centrado su partido: lo ha despojado de sus más férreas adherencias thatcherianas y lo ha vestido con suaves toques compasivos, verdes, gays, étnicos y hasta -la crisis obliga- con duras críticas a los bancos. Por eso, como Blair, se ha convertido en el hombre adecuado para poner fin al largo reinado de sus rivales. Y, también como Blair, se ve abocado a enfrentarse a un oscuro sucesor, en este caso el actual primer ministro, Gordon Brown, de 59 años, que, a diferencia de Major, nunca ha pasado por las urnas.

Ahora bien, Cameron tiene al menos dos problemas que pueden impedirle materializar el sueño conservador: nunca ha suscitado la oleada de entusiasmo popular que rodeó a Blair y, aunque llevaba más de cuatro años siendo el rostro del cambio, se ha encontrado, en la hora final, un inesperado adversario que amenaza con dejarlo viejo antes de estrenarse. De lo primero tiene la culpa su propia imagen, en parte enigmática, y su incapacidad para articular una explicación convincente de las esencias de su reformismo y de los motivos profundos que le hacen codiciar el Gobierno del Reino Unido. De lo segundo es responsable el líder liberal demócrata, Nick Clegg, un político de su misma quinta que, en unas pocas semanas y en tres debates televisivos, ha logrado convencer a parte del electorado de que Cameron es más de lo mismo y de que sólo él representa un cambio que, en la estela de Obama, se basa en «otro modo de hacer política».

Los enemigos de Cameron, que los tiene -y no pocos-, también dentro de su partido, han logrado difundir la idea de que no es un tipo de fiar. A ello han contribuido sin duda los siete años que, desde 1994 a 2001, ejerció de director de comunicación de una cadena televisiva de la región de Londres. Para los detractores del candidato «tory», el ex relaciones públicas es un hombre superficial sin más convicción que su salario, un simple empleado dispuesto a mentir al mejor postor. Algunos añaden incluso que es un personaje venenoso y adulador que disfruta humillando a sus enemigos cuando tiene ocasión. Y, sin embargo, este marbete cruel ensombrece la trayectoria de un refinado producto de Oxford que en 1988 se graduó en Filosofía, Políticas y Economía con el número uno de su promoción.

Hijo de una juez y de un broker que, a su vez, era el vástago de una larga dinastía financiera, Cameron es también descendiente de un bastardo de Guillermo IV, el tío de la longeva reina Victoria. Como tal, estudió en el colegio donde se educaron los príncipes Andrés y Eduardo, hijos de Isabel II, y cursó la enseñanza secundaria en el exclusivo Eton, donde se vio envuelto en un caso de consumo y tráfico de marihuana. Fue en el tradicional año sabático inglés, previo al ingreso en la Universidad, cuando, fiel a su vieja ambición, husmeó por primera vez el mundo político como ayudante de un diputado «tory». También fue ese año cuando, según ha asegurado, viajó a la URSS, donde fue tentado por dos agentes del KGB. Rechazó la oferta y, cuando cuatro años después se licenció en Oxford, entró a trabajar en el Partido Conservador, donde formó parte del equipo de asesores de dos ministros de Major y del propio primer ministro.

En 1994 dio el salto a la televisión, desde la que amplió sus apoyos hasta conseguir una candidatura a los Comunes en 1997. Pero aquél fue el año de Blair. De modo que Cameron tuvo que esperar hasta 2001 para hacerse con un escaño. Para entonces ya se había casado con Samantha Sheffield, de aún más rancio abolengo que él, pues desciende de un bastardo de Carlos II y su árbol nobiliario se remonta a las Cruzadas. Con ella ha tenido tres hijos, el mayor de los cuales nació con parálisis cerebral y epilepsia, y murió en 2009, a los 7 años. Un cuarto está por venir y ha convertido el embarazo de Samantha en una de las comidillas de la campaña.

Dicen sus amigos que Cameron es tranquilo, constante, calculador, muy seguro de sí mismo y dueño de un veloz sentido del humor. Además, claro, tiene padrinos muy influyentes. No es de extrañar, pues, que a los dos años de llegar a los Comunes ingresara en el tradicional gabinete en la sombra y se convirtiera en vicepresidente del partido. La presidencia la consiguió a finales de 2005 y, poco después, ya superaba en las encuestas a un Blair quemado por la guerra de Irak. Desde entonces ha sido el rey de los sondeos, excepto en 2007, el año en el que un acosado Blair cedió el testigo a Gordon Brown.

En septiembre de 2008, Cameron llegó a sobrepasar a Brown en 28 puntos. Luego, crisis económica por medio, empezó a perder gas, en parte por la buena respuesta inicial de los laboristas al cataclismo financiero, en parte por el voto de rechazo a la situación que parecen capitalizar los liberales demócratas. Su actual ventaja ronda los cinco puntos, pero no sobre Brown, hundido en el tercer lugar, sino sobre Clegg, el hombre que ha complicado todos sus planes y que durante una semana, la que medió entre los dos primeros debates, lo relegó incluso al segundo puesto.

Cameron se situó ante las cámaras sin ninguna experiencia ejecutiva -tampoco la tenía Blair- y con un programa que pretendía desviar la atención de la economía para centrarla en la idea de que el futuro del Reino Unido estriba en recuperar los valores, reducir la intervención del Gobierno, vigorizar el papel de la sociedad en los asuntos públicos y mantener la actual ley electoral bipartidista para alejar la incertidumbre de las coaliciones y los gobiernos débiles. De ese modo, a la vez que intentaba conjurar el peligro que ya intuía en Clegg, trataba de insuflar en la campaña un aire nuevo, de cambio, sin obsesionarse con la omnipresente crisis y corriendo, como sus rivales, un velo sobre el alcance del recorte del gasto planeado por los «tories» para enjugar un abultado déficit público que ronda el 12%.

En cualquier caso, en campaña hay que hablar; así que Cameron ya ha anunciado que abordará un recorte inmediato equivalente a 7.000 millones de euros para compensar su negativa a aplicar la ya aprobada subida de las cotizaciones sociales, que debe entrar en vigor el año próximo. Además, congelará los salarios en 2011, retrasará un año la edad de jubilación y rebajará impuestos a las pymes. Las facilidades a las empresas complicarán la reducción del déficit si Cameron pretende no recurrir a más presión fiscal. De hecho, un estudio independiente ha desvelado esta semana que el alcance del tijeretazo conservador carecerá de precedentes desde la II Guerra Mundial, doblando el que planean liberales demócratas y laboristas. La batería de propuestas conservadoras se refuerza con el establecimiento de cupos para inmigrantes, un euroescepticismo agresivo y medidas a favor de las mujeres, los homosexuales, las minorías étnicas y el medio ambiente.

Los analistas están de acuerdo en que tanto Cameron como Brown cometieron un error al aceptar los debates televisivos y, sobre todo, al permitir la inclusión de Clegg, que ahora parece tener la llave del futuro Gobierno. Cameron perdió el primer cara a cara, se recuperó bastante en el segundo y ganó con cierta claridad el tercero, con lo que, en conjunto, ha hecho el mejor concurso.

Sus crecientes prestaciones, sin embargo, no han impedido que, muy lejos ya de aquella ventaja de 28 puntos de 2008, vaya a tener enormes dificultades para alcanzar una mayoría suficiente el próximo jueves. No lograrla, teniendo en cuenta la sobrerrepresentación de la que históricamente gozan los laboristas, abriría la puerta a todo un mundo de alianzas múltiples. Y Cameron puede dejarse pillados en ella esos dedos que acarician su vieja ambición de vivir unos años en Downing Street.