Hundido en las encuestas, en las que, en el mejor de los casos, compite por desalojar del segundo puesto al liberal-demócrata Nick Clegg, el primer ministro británico, Gordon Brown, necesita un milagro para vencer en las elecciones británicas de mañana, jueves. El Reino Unido vive aires de cambio tras trece años de gobiernos laboristas y Brown, de 59 años, parece el encargado de sellar con una derrota ese fin de ciclo, después de una campaña electoral calamitosa que le ha hecho perder el apoyo de casi toda la prensa rigurosa. No obstante, en política se producen a veces los milagros -John Major vivió uno en las elecciones de 1992-, por lo que el tardío y desgastado heredero de Tony Blair todavía puede confiar en los indecisos (38% en las últimas encuestas) y la sobrerrepresentación de la que gozan los laboristas para salvarse de la catástrofe en el último momento.

En cualquier caso, su baja cotización actual no pilla del todo por sorpresa a este escocés, hijo de un reverendo presbiteriano. Desde que en junio de 2007 sucedió a Blair al frente del Gobierno, sin haber pasado por las urnas, Brown ha tenido más sondeos malos que buenos y hace ya años que su rival conservador, David Cameron, que en septiembre de 2008 llegó a marcar 28 puntos de diferencia, se pasea por el país como el rostro del cambio. Por ejemplo, la catástrofe laborista en las europeas de 2009, que le valió un intento de golpe palaciego saldado con la dimisión de cinco altos cargos, fue sólo un hito más de una larga racha de derrotas en elecciones menores.

La novedad inesperada, sin embargo, ha sido que, tras haber logrado reducir distancias con Cameron en el último año y medio por su buena gestión de la crisis, Brown se ha encontrado con que Clegg, la estrella de la primera mitad de la campaña gracias a la innovación de los debates televisivos, le ha obligado a pelear en dos frentes simultáneos. A la lucha para evitar la alternancia, consustancial al sistema bipartidista británico, el primer ministro ha tenido que sumar la lucha entre su absoluta falta de carisma y la frescura de Clegg, que también ha arrebatado a Cameron una porción del estandarte del cambio.

Este combate, además, ha ampliado el eje de la campaña. El debate económico, en el que Brown podía apelar al voto del miedo y a la experiencia de sus diez años como ministro de Finanzas de Blair, se ha reforzado con la discusión sobre la reforma de la ley electoral. O lo que es lo mismo, la perspectiva de un cambio de Gobierno se ha enriquecido con la posibilidad del abandono del actual modelo bipartidista.

Esta innovación, que ha dañado a un Cameron que, a 24 horas de las elecciones, no ve claro si tendrá siquiera una minoría suficiente para gobernar, ha debilitado aún más a un Brown cuya cabeza ha sido pedida por Clegg para acceder a cualquier acuerdo poselectoral. Incluso podría relegarle a un humillante tercer puesto en votos que los laboristas no conocen desde hace décadas.

Lo cierto es que Brown no puede apelar a la mala suerte. Este representante de la tradición obrerista y cristiana del laborismo escocés carga en realidad con un triple fardo que en absoluto le es ajeno: la herencia de los diez años de Blair -de la que en buena parte es responsable-, la mala valoración de sus apenas tres años de gobierno y su ya proverbial incapacidad para comunicar con el electorado.

Blair llegó en 1997 al 10 de Downing Street representando a un nuevo laborismo que, tras 18 años conservadores, prometía mantener los éxitos económicos del thatcherismo y combatir sus profundas desigualdades. En buena medida lo logró, gracias a serios incrementos del gasto social y a una gestión económica dejada en manos de Brown, quien se apuntó tantos como una baja inflación, un paro mínimo y el más largo período de crecimiento ininterrumpido en décadas.

Sin embargo, Blair, que consiguió la paz en Irlanda del Norte, se alineó sin concesiones en la guerra al terrorismo de Bush y encontró su tumba política en Irak. El fiasco bélico, con su cortejo de mentiras y torturas, redondeó la imagen de político poco fiable y oportunista que pronto había empezado a acompañarle y debilitó su posición en el interior del Partido Laborista. La restricción de libertades en aras del antiterrorismo y escándalos como la «venta» de títulos nobiliarios a donantes laboristas completaron su caída en desgracia.

Blair abordó las elecciones de 2005, que habrían de representar su tercera mayoría absoluta consecutiva, con la promesa de no intentar un cuarto mandato. Y, tras obtener ese récord histórico de triunfos laboristas, abrió el camino a su sucesión. Mucho se ha hablado del viejo pacto que habría suscrito con Brown en 1994, tres años antes de su primera victoria, para que éste le dejara libre el camino a la jefatura laborista a cambio de encargarse de la política económica y de sucederle en algún momento. El pacto nunca ha sido probado, pero el hecho es que, en 2007, con Blair acribillado por las encuestas, Brown le sucedió al frente del partido y del Gobierno.

Blair y Brown se habían estrenado juntos en los Comunes en 1983. Antes de dedicarse a la política profesional, el actual primer ministro se había doctorado en la Universidad de Edimburgo con una tesis sobre el laborismo escocés que remataba una vida escolar en la que se había distinguido como alumno muy inteligente y muy trabajador, a la vez que como activista político radical. En un hecho muy poco usual, fue elegido rector de su Universidad en 1971, cuando aún era estudiante. Después fue profesor y periodista, y, ya como diputado, tuvo unos veloces inicios de carrera que le llevaron al gabinete en la sombra en 1987.

Veinte años después, tras tomar el relevo de Blair, Brown prometió un gobierno regenerador basado en el refuerzo de la educación y la lucha contra la desigualdad, su asunto favorito. También prometió restablecer la confianza en los políticos y hacer comprensibles las exigencias de la lucha antiterrorista. Su imagen se reforzó con una buena gestión de dos oleadas de inundaciones, dos intentonas terroristas y una fiebre aftosa. Las encuestas empezaban a sonreírle, para desolación de Cameron y, en el otoño de 2007, jugó con la idea de adelantar las elecciones para legitimarse. Pero Cameron le paró los pies con un memorable discurso y Brown no se atrevió.

Fue un grave error que le valió acusaciones de oportunista y manipulador, además de movimientos laboristas para desplazarle -no son los únicos que ha sufrido- y una profunda caída en las encuestas de la que sólo se recuperó en parte, desde el otoño de 2008, gracias a su acertada gestión de los primeros compases de la crisis financiera.

El descrédito de la clase política por las facturas privadas pasadas al Parlamento, las acusaciones de falta de equipamiento de las tropas que pelean en Afganistán y la propia crisis económica, con su cortejo de paro, inflación y un déficit que obligará a un ajuste traumático, han hecho el resto.

Por si fuera poco, la campaña electoral de Brown, a la que la economía y la reforma electoral le han quitado componente social, ha sido una suma de despropósitos.

Tímido desde la infancia, el aspecto retraído del líder laborista se reforzó al perder en la adolescencia la visión del ojo izquierdo en un partido de rugby. Su temprano compromiso militante acentuó, además, su lado moralista, heredado de su padre clérigo. En suma, Brown es hosco y lejano, riñe, no sabe sonreír y carece del más mínimo carisma. Para colmo de males, una reciente biografía le acusa de ser violento y despótico con sus colaboradores.

En esas condiciones, no es de extrañar que los debates televisivos hayan sido para él un calvario: no sólo los ha perdido todos, sino que, según los sondeos, no ha logrado quitarse el farolillo rojo en ninguno, ni siquiera en el económico. Y, además, en vísperas del tercero, descalificó a una votante tras un encuentro callejero transmitido por televisión, sin percatarse de que el micro estaba abierto. Ha sido la metedura de pata más sonada de la campaña.

Así las cosas, ayer por la mañana, Brown recurrió a una comparecencia en televisión en compañía de su esposa, Sarah Macaulay, madre de sus dos hijos y de una niña que falleció a los once días. Carantoñas de la mujer con la que se casó sin cámaras en 2000, para intentar un milagro que acredite que todavía posee esa capacidad de recuperación que ha llevado a bautizarle como «Ave Fénix». Pero también imágenes para anunciar que se retirará de la política si no obtiene un resultado «digno». ¿Para dedicarse a los negocios? Nada más lejos de su intención. Se dedicará, ha asegurado, al voluntariado social.