Las catástrofes son aleatorias, pero Gordon Brown figura en la corta lista de candidatos a insultar a una votante laborista con el micrófono abierto, una semana antes de las elecciones que se celebran hoy. De este modo, la viuda Gillian Duffy puede hundir a los mismos laboristas que había apoyado disciplinadamente, durante los treinta años en que trabajó con niños discapacitados. Para convertirse en el incidente decisivo de la campaña, le bastó con plantear a su líder una serie de incertidumbres sobre el coste de la inmigración en su distrito electoral, con un contingente de paquistaníes en aumento. Finalizado el intercambio, el primer ministro cableado -también en chino- la llamó «bigoted», que no significa bigotuda sino fanática.

En una perfecta parábola de los códigos mediáticos, Duffy se ha convertido en una pieza más codiciada para los periodistas que el propio Brown. «The Sun» le ofreció 70.000 euros por contar su historia, pero el diario de Murdoch retiró la propuesta porque la viuda se negó a canalizar su despecho y su voto hacia los conservadores de David Cameron. Hoy se limitará a abstenerse. Las declaraciones llegaron finalmente al dominical del «Mail» londinense, donde la principal protagonista de la campaña electoral destacó que no le agravió especialmente que el primer ministro la acusara de intolerancia, sino que se refiriera a ella como «esa mujer». Reivindicaba el respetuoso «esa dama».

Sarkozy insulta en una feria agrícola a un ciudadano que se resiste a saludarle -«Apártate, pequeño idiota»- y refuerza su apariencia de líder arrojado. Brown ofende a una viuda y se juega su supervivencia política, además de justificar el libro que denunciaba sus frecuentes arranques de ira. Como penitencia, el líder laborista tuvo que telefonear a Duffy y pasarse tres cuartos de hora en su casa, una eternidad en una apretada agenda preelectoral. La viuda ni siquiera le ofreció té, alegando que no tenía leche en casa. Se negó, asimismo, a posar para la foto de reconciliación, a las puertas de su domicilio. Al contrario, arreció el castigo. Brown tuvo que enfrentarse de nuevo al cuestionario sobre inmigración y economía.

Produce escalofríos pensar en la reacción de Brown ante el panel de «Tengo una pregunta para usted», donde su propensión violenta obligaría a colocar algún tipo de barrera física que lo separara de los improvisados periodistas. Tony Blair debe regocijarse al contemplar las meteduras de pata del coautor del nuevo laborismo, dado que le refuerzan en su tesis de que no le adornan las condiciones emocionales imprescindibles para conquistar el número 10 de Downing Street. Cuando el político escocés ocupaba el edificio adjunto como responsable económico, Blair declaraba que «es un alivio saber que tu mujer no se va a escapar con el vecino». La viuda Duffy le daría la razón gustosa, sobre las escasas dotes de seducción de su sucesor.

Pese a sus traspiés diplomáticos, el ogro Brown es un gobernante de talla, que no puede distraerse de sus elevadas lecturas para abrazar a niños por plazas y mercados. La altanería no lo convierte únicamente en el destinatario predeterminado de una catástrofe, sino también en el personaje ideal para empeorarla. Tras desacreditar a la viuda Duffy -«nunca deberían haberme puesto con esa mujer»-, una fotografía remató al primer ministro, al mostrarlo en un estudio radiofónico con la cabeza hundida entre las manos. Era consciente del daño que le había infligido una sola votante, exteriorizaba su fracaso en las relaciones públicas. Su fortuna se agravó en el tercer debate con Cameron y Nick Clegg, cuando aludió superficialmente a su error sin suscitar un átomo de simpatía.

Para humanizarse, Brown se dirige en los debates a su principal contrincante como «David». Nadie imagina a Zapatero llamando «Mariano» a Rajoy, pero el laborista no subsana con la familiaridad su aspecto de robot, con una falta de concordancia entre sus sonrisas impostadas y su discurso hosco. En la apoteosis del capital erótico que define a gobernantes como Obama, el primer ministro británico se enfrenta a un ambiente hostil. La viuda Duffy es la punta del iceberg, que añade a la falta de atractivo el mismo cansancio que impulsaba a Felipe González a sentenciar que «estoy hasta las narices de los españoles». Cuando el líder se siente incomprendido, el final se acerca, aunque los británicos han de elegir entre lo malo conocido y lo peor por conocer. En medio del batiburrillo político, y aprovechando su fama repentina, la viuda Duffy se limita a constatar que «a veces creo que los políticos no viven en el mundo real». Es posible que el Partido Laborista haya encontrado finalmente a la candidata perfecta.