Que Clegg tendría la llave del futuro Gobierno británico fue la profecía dominante de la campaña electoral y terminó cumpliéndose. Los augures sólo erraron en una cuestión de número: el líder liberal-demócrata no tenía una llave sino dos: una nueva y otra vieja. Y escogió la nueva.

Los resultados de las elecciones del pasado jueves no dejaban más que dos opciones creíbles: un acuerdo entre conservadores y liberales o entre laboristas y liberales. Con dos variantes: pacto parlamentario o Gobierno de coalición.

La posibilidad de un acuerdo «lab-lib» tenía un punto de anclaje muy fuerte: la mayor predisposición laborista a aceptar una reforma, detestada por los «tories», que dote de mayor proporcionalidad al sistema electoral británico. El anclaje se reforzaba con la mutua antipatía que se profesan los conservadores y el ala izquierda de los bifrontes liberal-demócratas, nacida de una escisión del laborismo. Como colofón, los programas laborista y liberal eran los que mayores convergencias presentaban, en particular en el modo gradual de abordar la cirugía de hierro requerida para enjugar el abultado déficit británico.

El resto era todo pegas. Para empezar, la suma de los 258 diputados laboristas y los 57 liberales se quedaba aún a once escaños de la mayoría absoluta y obligaba a seducir a nacionalistas escoceses, galeses y norirlandeses de izquierda. Un complejísimo puzle, no sólo muy inestable sino también muy difícil de digerir por una sociedad como la británica, que no ha conocido gabinete de coalición desde el de salvación nacional que, dirigido por Churchill, hizo frente al nazismo durante la II Guerra Mundial.

La otra opción, la alianza entre conservadores y liberales, tenía una innegable ventaja: 306 «tories» más 57 liberal-demócratas suman 363 diputados, 37 escaños por encima de la mayoría absoluta. Pero ahí se acababan las mieles, ya que los programas de uno y otro planteaban nutridos escollos de hiel a los negociadores. A la cabeza de todos, la reforma electoral.

Sin embargo, la posibilidad de pisar el 10 de Downing Street ha convertido la mesa negociadora en una goma muy elástica. Cameron aceptó las reformas políticas -otra cosa es a qué velocidad vaya a aplicarlas- y se abrió a las exigencias de mayor dureza fiscal de Clegg. Por su parte, el liberal renunció a su mano blanda en inmigración, se tragó el europeísmo, dio sus parabienes a la renovación de la defensa nuclear y aplaudió el polémico recorte de 7.000 millones de euros para doblegar el déficit.

Pero, además de la aritmética y el programa, hubo un tercer elemento. Y jugó a favor del entendimiento. Cameron y Clegg, más allá de sus diferencias ideológicas y tácticas, tienen en común el haberse presentado a los electores como la cara de la renovación que debía poner fin a los trece años de laborismo simbolizados por Brown.

Clegg le robó a Cameron en campaña una porción de la tarta del cambio, se la merendó con resultados más bien decepcionantes en las urnas y ahora se la ha restituido en forma de Gobierno. Haber pactado con el laborismo de Brown, pese a la promesa del «premier» saliente de dimitir en otoño, hubiera sido traicionar su propuesta más esencial, la de aportar otro modo de hacer política. Habría sido un intento de abrir la puerta del nuevo Gobierno con una llave vieja, que incluso parte de los laboristas querían tirar ya a la basura.

Clegg no sólo ha escogido la llave nueva sino que, a la hora de darle forma al acuerdo con los conservadores, ha decidido girarla dos veces y presentar a los británicos algo que no conocían desde hace setenta años: un Gobierno de coalición. Sólo el tiempo dirá qué tal se han empastado las dos porciones de esta recosida tarta del cambio.