Fue limpiabotas a los doce años, ayudó en una tintorería y vendió fruta por las calles. A los 14 entró en la metalurgia y a los 18 había hecho los cursos de tornero, con lo que el 68 le pilló a Lula escuchando los primeros rumores de un sindicalismo que, en 1975, le convirtió en el líder de los metalúrgicos. En 1979 puso a un millón y medio de obreros en huelga y en 1980 fundó el PT, un curioso experimento de izquierdismo por libre, arropado por sindicalistas, curas e intelectuales comprometidos en la lucha contra la dictadura.

Más tarde, Lula consiguió un escaño en la Constituyente de 1986, convocada para liquidar la arquitectura del régimen de los militares, que habían vuelto a los cuarteles el año anterior. De 1989 a 1998 coleccionó derrotas en su inquebrantable empeño por alcanzar la presidencia de la República y, ahora, ocho años después de imponerse al fin en las urnas, cuando sólo le falta lo que resta de 2010 para abandonar el palacio de Planalto, está considerado el «emperador del Sur», el rostro y el motor del «milagro brasileño». Aunque él, gesticulante y campechano, repite una y otra vez que nunca ha dejado de ser un brasileño del pueblo, el hijo de unos campesinos de Pernambuco que emigraron con sus hijos a Sao Paulo.

Lula llegó a la Presidencia, en 2002, convertido en un fenómeno de moda que acaparaba portadas de semanarios y erizaba algunos dorsos en los santuarios del capitalismo. Tras dos mandatos, cuando la Constitución le obliga a irse, goza de un 80% de respaldo en su país, al que ha transformado en una potencia emergente de primer orden, y sólo Obama le supera en popularidad en el conjunto de América Latina.

En el exterior, el presidente de Brasil ha logrado dar forma a un viejo sueño: hacer de su país el líder incontestado del subcontinente, superando viejos recelos, y dotarlo de una voz escuchada en la política mundial. De hecho, el pasado lunes firmó junto a Turquía un acuerdo por el que Irán acepta enriquecer su uranio en el exterior. Es su intento, respaldado por Rusia y China, de encontrar una solución pactada a la crisis nuclear iraní.

Horas más tarde, en Madrid, trató de derribar las barreras de la UE a las exportaciones de Brasil y de sus socios del Mercosur (Argentina, Uruguay y Paraguay). Antes y después, batalla para que Brasil tenga un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Todo ello, consiguiendo elogios de rivales como México o Chile.

Luiz Inácio «Lula» da Silva, que cumplirá 65 años en octubre, es un hombre de pequeña estatura y gran cintura política. Cuando llegó a su despacho presidencial, cuya mesa de trabajo está presidida por un gran crucifijo, tenía puestos encima millones de ojos: los de quienes esperaban que acabara con la pobreza en la que vivía el 25% de los 200 millones de brasileños y los de quienes temían que, pese a sus reiteradas promesas, se saliera de la senda de saneamiento económico en la que su predecesor, el socialdemócrata Cardoso, había situado al país.

Lula, que presume de no tener título universitario, arrastraba la fama de radicalismo izquierdista que desprendían sus años de dirigente sindical y sus proclamas de líder opositor. Pero, pragmático y conciliador, el Lula presidente, premio «Príncipe de Asturias» en 2003, demostró desde sus primeros compases que, en política interior, le animaban la inteligencia política y un espíritu socialdemócrata: robustecer el capitalismo brasileño para combatir las lacras de un país atenazado por la miseria, la violencia y la corrupción. Construir, en suma, un estado del bienestar.

Cosa distinta es su posición en el mundo. Su entendimiento con Chávez, su respaldo a la reelección del iraní Ahmadineyad en plena revuelta popular de 2009, su reciente foto con los castristas el día de la muerte del disidente Orlando Zapata o su veto al hondureño Lobo en la cumbre UE-América Latina de esta semana en Madrid le han valido acerados dardos de muchos enemigos.

Ésa es su doble faz. Mientras en la escena geopolítica respalda sin fisuras a los peones que le ayudan en el tenaz combate que libra contra el Norte desde su puesto de emperador del Sur, en el interior de casa su «nueva política de izquierdas» ha transformado a Brasil en la octava potencia mundial y le ha permitido salir robustecido de la crisis financiera y económica, creciendo ya casi a un 5% anual.

De seguir así las cosas, en 2016, el año en el que organizará los Juegos Olímpicos, Brasil será la quinta potencia mundial, por delante de Reino Unido y Francia. Tal vez incluso, si la coyuntura rueda bien, lo logre en 2014, coincidiendo con el Mundial de Fútbol que se disputará en sus estadios.

La verdad es que Lula, respaldado por un corro de admiración y aplauso, es injusto con el socialdemócrata Cardoso -el hombre que le derrotó en las urnas en 1994 y 1998- al atribuirse todos los méritos del «milagro brasileño». Fue Cardoso, en efecto, quien yuguló la inflación y el déficit público, y sentó las bases de la liberalización requerida para dar confianza a los inversores extranjeros, el auténtico motor del crecimiento.

Pero no es menos verdad que sobre Lula recae la decidida voluntad de acabar con la miseria, que le ha permitido garantizar tres comidas al día al 93% de los niños y al 83% de los adultos brasileños. Un logro, aún incompleto, que le ha valido la distinción de «Campeón global en la lucha contra el hambre» que otorga la ONU. También es obra suya la liberación de 13.000 esclavos o el plan social Beca Familia, que proporciona subsidios, educación y sanidad a 13, 2 millones de familias y está considerado el mayor programa de transferencia de renta del mundo. Un esfuerzo multifrontal que ha sacado de la miseria a 20 millones de personas.

Con todo, en estos compases finales de su presidencia, Lula confiesa no sentirse satisfecho, aunque es consciente de que ha revolucionado su país. Sabe que deja suspensa la asignatura de cambiar el funcionamiento de un Estado burocrático y corrupto que hace muy difícil plasmar las ideas en hechos. Y en eso tiene él bastante culpa, porque no ha sabido poner coto a una corrupción que salpicó incluso a su propio partido cuando, en 2005, estalló el escándalo del «mensalón», los pagos mensuales a sus diputados por apoyar las políticas gubernamentales.

También figura en el debe de un hombre que se reclama adalid de los pobres la incapacidad para rebajar las altas tasas de violencia de una sociedad que sufre más de 120 homicidios diarios, en su mayoría de personas que se desenvuelven entre miserias. Lo más lacerante es que sigue sin atajarse la brutalidad de la Policía, que, desde 2003, ha matado a 11.000 personas en Río y Sao Paulo. Sirva otro ejemplo: en EE UU se producen 37.000 detenciones por cada muerte a manos de la Policía; en el Estado de Río, la proporción es de 23 arrestos por cada muerte.

Son, sin duda, losas que han de pesar en el espíritu de este político, opuesto al aborto en lo personal pero no en lo político, que es padre de cuatro hijos, tres de ellos de su actual mujer, con la que lleva casado 30 años. Losas contra las que deberá luchar su sucesor, sea su «delfina», Dilma Roussef, o su rival de 2002, el socialdemócrata José Serra, a los que la última encuesta, divulgada la pasada semana, mostraba en una situación de empate técnico.

Cuando en octubre próximo la incógnita haya sido despejada por las urnas, Lula emprenderá una nueva etapa. Se consagrará, según ha revelado, a transmitir su experiencia presidencial a los dirigentes de países latinoamericanos y africanos que intentan salir del subdesarrollo. No son pocos quienes aseguran que su pretensión hasta ahora oculta es suceder a Ban Ki-moon, que acabará su mandato este año, al frente de la secretaría general de Naciones Unidas. Lula, que parece haber demostrado a lo largo de su vida sindical y política, que miente lo menos posible, ya lo ha desmentido.