Casi 25 millones de electores están llamados hoy a las urnas en Colombia para elegir al presidente del país para los próximos cuatro años. Según las encuestas, nadie se impondrá en esta cita y sólo dos candidatos tienen posibilidades de pasar a la segunda vuelta, el próximo 20 de junio: Juan Manuel Santos, delfín de Álvaro Uribe -el presidente desde 2002-, y Antanas Mockus, ex alcalde de Bogotá, que ha protagonizado un fulgurante ascenso, ya que hace apenas dos meses se encontraba a 20 puntos de Santos en las encuestas.

Santos defiende el polémico legado de Uribe, reclama el mantenimiento de la política de «seguridad democrática» -lucha contra la guerrilla, el narcotráfico y la violencia- y promete combinarla con medidas sociales. Mockus, que ofrece un nuevo modo de hacer política, exige legalidad en la lucha por la seguridad o,lo que es lo mismo, el final de las violaciones de los Derechos Humanos que ensombrecen Colombia. Además, denuncia la corrupción y propone medidas sociales para un país en el que casi el 50% de la población vive en la pobreza.

Las elecciones de hoy han estado precedidas por el intento de Uribe de presentarse a un tercer mandato, frenado a última hora por la Corte Constitucional. Uribe, que ya consiguió reformar la Constitución para ser reelegido en 2006, llegó a la Presidencia en 2002 como «hombre de confianza» de EE UU, que, desde entonces, ha financiado y asesorado militarmente la lucha contra la guerrilla y el narcotráfico.

Uribe ha logrado éxitos contra el narcotráfico y la violencia, a la vez que espectaculares golpes contra las FARC, la principal organización rebelde, y ha iniciado el desarme de los paramilitares. Los golpes a la guerrilla, que parece lejos de ser derrotada, se han engalanado con espectaculares liberaciones de rehenes, como la de Ingrid Betancourt en 2008. En este clima de mayor seguridad se han reactivado las inversiones extranjeras y ha crecido el turismo, aunque la mejoría macroeconómica no se ha reflejado en una reducción de los niveles de pobreza.

El mandato de Uribe también ha estado marcado por las denuncias de la ONU, Amnistía Internacional y otras organizaciones sobre la violación sistemática de los Derechos Humanos, incluida la ejecución extrajudicial de unas 2.000 personas sin vínculos con la guerrilla o los narcos. Esta masacre de inocentes, conocidos como los «falsos positivos», pretendía mejorar las estadísticas antiguerrilleras y conseguir prebendas para los mandos militares responsables. La ONU reveló el pasado jueves que el 98,5% de esas ejecuciones sigue impune.

Las relaciones de Uribe con los paramilitares también han ensombrecido su mandato. En 2006 estalló el escándalo de la «parapolítica», al revelarse vínculos entre 70 diputados uribistas y las bandas derechistas. Actuaciones de los servicios de inteligencia contra jueces, sindicalistas, periodistas o cooperantes figuran asimismo en su debe.

En el plano internacional, la política de Uribe ha registrado el enfrentamiento con la Venezuela de Chávez y con los socios menores del «eje bolivariano», en particular con Ecuador. Colombia denuncia que desde estos dos países se apoya a la guerrilla de las FARC y, de hecho, la ruptura con Quito se produjo por el ataque militar a un campamento de las FARC en territorio de ese país, en el que fue muerto el «número dos» de la guerrilla, Raúl Reyes.

Además de reproducir la vieja rivalidad de colombianos y venezolanos, los choques de Uribe y Chávez -uno de los más sonados acaeció en febrero pasado en México durante una cumbre del Grupo de Río- no son sino la caja de resonancia del enfrentamiento entre los «bolivarianos» (Venezuela, Ecuador, Bolivia, Nicaragua) y unos EE UU que tienen en Colombia -cuyas bases militares usa el Pentágono- su principal aliado en Latinoamérica. En mitad de esa refriega, la relación con Cuba ha sido más templada. Uribe ha utilizado incluso la mediación castrista en sus intentos de diálogo con las FARC.