Muamar el Gadafi desembarcó en Madrid con un séquito de 300 personas -que incluía su falange de vírgenes-, el rebaño de ovejas y camellos que no pierde de vista y su rostro curtido por el sol del desierto y el botox. El vestuario incluía la jaima. La plantó en el palacio de El Pardo. En Madrid se relacionó con el presidente Zapatero y la vicepresidenta De la Vega. Meses antes, la «vice» había huido espantada de una cooperativa de Malí porque el capataz era polígamo. Malí es un país pobre. Libia, la finca de Gadafi, posee las mayores reservas de hidrocarburos de África. España trató al dictador como el resto de Europa y EE UU. Desde que se alió con los regímenes moderados árabes, fue uno de sus centinelas. Le perdonaron su actividad terrorista -el atentado de Lockerbie, en 1988, donde perecieron 270 pasajeros-, su intento de fusionar Libia, Egipto, Siria, Túnez y Sudán, su respaldo a los tiranos más sangrientos de África -Bokassa, Amin y Mobutu-, la represión a sangre y fuego de cualquier disidencia y sus extravagancias ridículas: sus maquillajes de «muñeca», sus tacones altos, sus desplantes en las reuniones oficiales orinándose en la sala de conferencias, sus frases disparatadas. Gadafi «es» el petróleo, y el petróleo exime de insultos y matanzas. La absolución la otorga Occidente, que es el que distribuye el catálogo moral. Cuando se contabilicen los muertos del siglo XX, junto a la religión y a las utopías políticas, los especialistas habrán de enumerar las «bajas» causadas por el queroseno, siquiera de manera tangencial. La reconversión de un dictador que financiaba el terrorismo mundial en uno de los estadistas idolatrados por Washington, Londres, París, Berlín y Roma representa un viaje planetario por la historia de la infamia.

Porque hay tiranos y tiranos. En el escaparate de los sátrapas, pertenece al modelo africano. Por decirlo rápido: está más cerca de Idi Amin que del último dictador de Moscú. Su represión ha sido y es brutal. Sus locuras han formado parte del paisaje internacional desde hace cuarenta y un años.

Y, sin embargo, ¿cómo se ha garantizado las adhesiones de su país? ¿Sólo por el pánico que desatan las atrocidades? No es suficiente. Gadafi ha sostenido su poder porque tradujo una parte de los petrodólares en servicios sociales gratuitos y Libia alcanzó un nivel de vida comparable al de alguno de los países occidentales: sus parámetros educativos y su esperanza de vida son los más altos de África. Pero además este beduino nacido en 1942 en un país llamado Noráfrica Italiana, que fue capitán del Ejército y que idolatró a Guevara y a Nasser, se formó plegándose al sentimiento que unía a la sociedad libia: el anticolonialismo feroz. Tras el golpe de 1969 resumió su credo, espíritu de la nueva Libia: islamismo y panarabismo con toques de socialismo. Los tres tomos de su «Libro verde» resumen el tinglado teórico. El catecismo se llamó la «jamahiriya». Consistía en una «democracia perfecta», un régimen asambleario que eliminaba las jerarquías tradicionales y que dibujaba la República de las masas. El «hallazgo» ocupó a sesudos expertos en Europa. Hasta se le llamó «la tercera teoría universal». En realidad, era otra estafa de sus muchas estafas consistentes en ocultar el traslado de sus millones a Suiza.

Hoy el jefe mata a diario a cientos de ciudadanos. Es el último tirano inscrito en letras de sangre. El último, al menos, que firma un atroz genocidio.