Nueva de Llanes, E. LAGAR

Dentro de un segundo la tierra temblará como nunca en Japón. Pero el llanisco Ricardo Duyos Mateo, ingeniero químico de 27 años, no puede saberlo. A las 14 horas, 46 minutos y 22 segundos del pasado viernes 11 de marzo -hora local en Japón, ocho menos en España-, Duyos se dispone a una delicada operación en la empresa donde trabaja, en Sendai. Saca una oblea de 200 milímetros donde caben 52 microchips. Lleva un traje especial. En la «sala limpia» del cuarto piso del edificio de Tokio Electronic Limited (TEL) no puede entrar ni una mota de polvo. 14 horas, 46 segundos y 23 segundos. Empiezan los dos minutos más largos de su vida. Con epicentro a 130 kilómetros al este de Sendai se desata un terremoto de 9 grados en la escala Richter. La tierra libera una energía equivalente a 10.000 bombas atómicas de Hiroshima. El mundo se reblandece, ha perdido su espina dorsal. Imaizumi San, el jefe de mantenimiento de la empresa, grita: «¡Ikimasho, ikimasho!». Vamos, vamos. Todos fuera. Duyos hace lo impensable: sale al pasillo con el traje especial, punto astronauta, y se agarra a una puerta. Umeki San, un compañero japonés de inusuales 1,90 metros de altura, otra larga caña de bambú como él, se aferra a una columna. Duyos no puede evitar pensar que hacen una cómica pareja, pero su cerebro pide que todo aguante. O estamos vendidos. Terminan los dos minutos que nunca terminan. El jefe de mantenimiento intenta reconducir las cosas: «Daijobu desu, daijobu desu». Todo está bien, todo está bien.

Duyos comienza ese viernes una semana de la que, seguro, sabrán sus nietos. La noche anterior se ha acostado a las tres de la mañana. Cenó con dos amigos finlandeses, dos estudiantes, Antti y Niklas. Los dejó durmiendo en su casa para irse a trabajar a las 8 de la mañana, como siempre en su scooter Honda Today, de 50 centímetros cúbicos. Con ella llega en quince minutos desde su apartamento, en el centro de Sendai, al trabajo. Luego sabrá que el terremoto pilló a los finlandeses en el tren bala y que pasaron 30 horas atrapados en un túnel.

Tras el seísmo hay réplicas de continuo. El personal de TEL ya bajó a la calle. Nadie huye en desbandada. Antes, los responsables de la empresa preguntan y toman nota de todo: dónde pasarás la noche, qué vas a hacer, ¿estás tranquilo para ir? Es Japón. Duyos sube a su scooter. Sendai, la ciudad más afectada por el seísmo, es un puro atasco. Cuando tiene que detenerse, ve botar a los coches. Es el baile de la tierra, no son los coches. Las farolas también danzan. Hay algún muro caído, pero casi todo permanece en pie.

Cuando Duyos llega a casa serán las 17.30 horas. Pero piensa que es mucho más tarde. Ha pasado una eternidad. En su apartamento de 42 metros cuadrados se han roto las cañerías del habitáculo donde está el váter, que en Japón lo separan del baño-ducha. Se pasa media hora intentando secarlo todo. No sabe qué hacer. No funciona la telefonía móvil, pero sí internet. Manda unos correos desde su Samsung. Desde la otra orilla del océano Pacífico, desde Arizona, le llega un correo de su amigo el piloto Giacomo Palombo. Avisa de que se va a producir un tsunami. Sendai está a cinco kilómetros del mar.

Sale a la calle Duyos. Ve colas en los supermercados. Qué extraño: sólo han pasado dos horas y ya hay japoneses aprovisionándose por si acaso. Se encuentra al brasileño Pedro Bujack y al panameño Fernando López. Los extranjeros en Sendai se conocen más o menos todos. Le invitan a ir con ellos a un gimnasio del barrio donde han colocado colchonetas para dar refugio a la gente. El brasileño es el que más asustado está. Dice que si hay que morir, no le apetece hacerlo solo. Duyos dormirá en su casa.

Esa tarde irá contactando, vía correo electrónico, con otros amigos en la zona. El terremoto ha cambiado radicalmente sus necesidades vitales. Tiene que ahorrar batería para el móvil, no hay dónde recargar. No hay electricidad. ¿Y dónde encontrar gasolina para la moto? Lo que estaba regalado ahora es un imposible. Cena en casa de su amigo cubano Lázaro Echenique, casado con una japonesa, Chimie Saito. Tienen dos hijos de 10 y 7 años. Además acaparan reservas de agua y bombonas de gas. Resistiremos. El cubano se pregunta qué va a venir después. A las 21 horas, el ingeniero asturiano vuelve a su apartamento. A mediodía hubo un terremoto brutal y ahora está nevando. Piensa que no le pueden pasar más cosas. Y que está en el peor sitio del mundo.

En casa, como es aficionado a la montaña, está bien equipado. Un saco de dormir para protegerle de temperaturas de diez grados bajo cero, una de esas lámparas para colocar en la cabeza, hornillo para calentar el agua. Joder, con esto aguanto yo una semana, se dice. Hace frío. Se mete en el saco. La tierra le acompaña, molestona. Réplicas y más réplicas. Cada quince minutos cruje la mampara que separa el salón de la cama. Despertador de metacrilato. No es que duerma a pierna suelta, precisamente. Nieva. Pero están abiertas las ventanas y la puerta. Por si hay que salir pitando.

A las seis de la mañana del sábado ya está en pie. Va a casa de Lázaro, que vive en una colina de Sendai. Desde allí, con su hijo Kunimi, contempla los devastadores efectos del tsunami. Duyos se une a ellos. Al fondo, asciende la nube negra de la refinería ardiendo. En todo el sábado, pateando la zona, no encontrará una gota de gasolina para echar a su Honda. El asunto de la batería del móvil se lo arregla un poco su amigo Cesari Treda, bioquímico que trabaja en el hospital de Sendai. Allí, como tienen un grupo electrógeno, recarga. Cena en casa de Lázaro. Para resucitar a un muerto: Duyos aporta lomo ibérico, latas de fabada Litoral y una botella de Protos. Es el momento que el destino dicta para beberlo. El terremoto tiró la botella de la estantería donde Duyos la atesoraba y no rompió. Señal divina.

En la noche de ese sábado empiezan a llegar buenas noticias. Su amiga la ucraniana Natalia Petroshenko vive en el centro del centro de Sendai y ahí han recuperado el fluido eléctrico. Desde casa de Natalia habla con su familia a través de Skype. Por videoconferencia le ven sano y salvo. Las cosas mejoran. Por la noche vuelve el suministro de agua al apartamento de Duyos.

Domingo por la mañana. Ducha de agua fría sobre las cinco de la mañana. Pero es lo de menos. Todo mejora. Cuidado, no tanto. A su amigo el polaco Cesari Treda le acaban de decir en la Embajada que evite salir de casa, que están evacuando a indonesios y chinos. Las cosas en la central nuclear de Fukushima, a 80 kilómetros de Sendai, no andan precisamente bien. Duyos habla con su padre. Por favor, necesita información oficial de la Embajada española. El padre le dice que salga echando leches. Lo mismo, su jefe estadounidense, Ara Philipossian. Hay unas horas de incertidumbre ese domingo. Ya se ha puesto en contacto con otro español, Gorka Fiel, al que conoció en octubre en clases de japonés. No saben qué hacer. En principio van a esperar al lunes. Pero va a ser que no. Llegan noticias de incidencias en otra central nuclear, Onagawa, a sólo 40 kilómetros de Sendai. El canal de televisión NKH dice que para el miércoles hay un 70% de probabilidades de una réplica del terremoto de más de 7 grados. Qué hacer. En ésas pierde la cobertura. Cuando la recupera hay cinco mensajes. Dos de su padre y tres del jefe, todos in crescendo: que salgas, pero ya. Pero ya.

A las ocho de la mañana están camino de Yamagata, al otro lado de las montañas. A salvo de una nube tóxica, si la hubiera. Van en taxi. En el Crown Comfort, el modelo más antiguo en producción de Toyota, utilizado por todos los taxistas nipones, van Duyos y Gorka. Se les ha unido también el francés Marc Pettit, su hijo Neo, de 6 meses, y su mujer Fumiko. Marc, un profesor de la Alianza Francesa que lleva 14 años en Japón, tiene una cuñada en una agencia que les está gestionando billetes de avión para seguir la escapada. Costó encontrar taxi. Unos no querían. Otros no tenían gasolina. El taxista que acepta llevarles no se aprovecha. Pone el taxímetro y lo que marque. No pone la radio. Marc dice que mucho mejor, que si escucha lo que está pasando, tendrán un accidente. Fumiko, con auriculares, escucha las noticias. Va cantando la actualidad. Parece que ha habido una explosión en la central de Fukushima.

Desde Sendai hasta Yamagata hay 80 kilómetros. Tardan dos horas. No se puede coger la autopista. Túneles y viaductos son un peligro. Mientras en Europa alguien ve un apocalipsis nuclear, el paisaje nevado japonés es de extraordinaria belleza. Duyos, gran aficionado a la montaña, piensa que, en buena medida, tanta delicada perfección natural va ligada a un país de subsuelo volcánico. De vez en cuando encuentran colas de coches esperando para abastecerse.

En Yamagata está casi todo cerrado. Desayunan en un Lottería, una cadena surcoreana tipo MacDonalds. De los 50 productos del menú, sólo se sirven 4. No hay tiempo que perder. Consiguen otro taxi hasta Nigata, 200 kilómetros al Suroeste de donde se encuentran ahora. A la una de la tarde han llegado. En el viaje, con el temor de padre a flor de piel, Marc se pregunta si no estará salvando al pequeño Neo del Chernóbil del siglo XXI.

Todo parece encajado por Phineas Fogg para llegar a tiempo. En Nigata toman un tren a las 13.30 rumbo a Osaka, donde ya podrán tomar un avión. No es un tren bala. «Es como Feve», piensa Duyos. El peligro va quedando atrás. Pero aún hace alguna visita. Dos veces durante un viaje en tren de cuatro horas escuchan un pitido en el interior de los vagones. Luego la marcha se detiene y, como el que esquiva una ola, el tren salta. Es una réplica. Las ondas de los terremotos se mueven a una velocidad de diez metros por segundo. En Japón son muy comunes los dispositivos que alertan de la llegada de una de ellas. El tren lo tiene, claro. Y muchos en su teléfono móvil.

Llegan al aeropuerto de Toyama a las 17 horas del lunes. Comienza el salto de avión en avión. A las 20 horas, en Osaka. Aquí la vida discurre con total normalidad. Nadie apostaría que Japón ha sufrido un seísmo desgarrador. Luego, con China Easter Airlines, de Osaka a Yantai. Después Yantai-Pekín y, finalmente, con Air China, Pekín-Madrid. A las siete de la madrugada del miércoles, 13.000 kilómetros después, Duyos y Gorka se abrazan a sus respectivas familias en el aeropuerto madrileño de Barajas. Marc, Fumiko y el pequeño Neo están en Osaka, en casa de unos familiares.

Es sábado, ayer mismo, y el cielo sobre Nueva de Llanes resulta bastante insulso. Un día cualquiera, como el que Duyos preveía cuando amaneció el pasado 11 de marzo. El joven ingeniero ha venido a descansar al hotel de su tío Juan Duyos. Está en el bar del hotel y, a eso de las seis y media, aparece su amigo José Daniel Rodrigo. Inseparables. ¿Qué? ¿El tsunami?, le pregunta. Uno de la barra apunta: «Maremoto, se dice maremoto. ¿O ye que ahora hables tú también el japonés?». Ricardo Duyos, a quien todos conocen en Nueva como «Calín», ríe la coña.