Las Azores eran hoy hace diez años el centro de las miradas de todo el mundo. En Terceira, una de las islas de ese archipiélago portugués, José María Aznar, George W. Bush y Tony Blair se reunieron para dar un ultimátum a Sadam Hussein.

Muchos expresaron su rechazo a que las Azores quedaran ligadas al prefacio de la guerra de Irak, pero la indiscutible publicidad que un acontecimiento de esas características supone para el lugar que lo acoge, debería hacer que este territorio situado en medio del Atlántico agradeciera sus gestiones a quien en aquel momento era el presidente del Gobierno español.

Las Azores no fueron la primera opción para la entrevista de aquel 16 de marzo de 2003, porque el presidente estadounidense y el primer ministro Blair ofrecieron las islas Bermudas, un territorio británico de ultramar.

Se trata de una zona con tradición de reuniones atlánticas, y esa fue una razón que consideraron de peso para albergar la que iban a mantener.

Pero Aznar se opuso, y años después explicó en uno de sus libros los motivos de aquel rechazo: "En España, el solo nombre de esas islas iba asociado a una prenda de vestir que no era precisamente la más adecuada para la gravedad del momento en que nos encontrábamos".

Él mismo ofreció la alternativa y se comprometió a hacer las gestiones pertinentes, fructíferas, con el entonces primer ministro portugués y hoy presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durao Barroso, quien se sumó así a la foto de las Azores.

A la base luso-estadounidense de Lajes llegaron pues con formal indumentaria sus protagonistas para pasar apenas unas horas.

Llegada, foto, reunión, declaración conjunta ante la prensa, cena (Bush aceleró su salida y no se quedó a los postres) y regreso a sus respectivos países.

Fue una cita rodeada, lógicamente, de la máxima seguridad, y la seguridad fue uno de los motivos por los que se decidió convocarla en una isla al considerar que era más fácil controlar posibles acciones terroristas.

Cuatro cazas lusos se encargaron de la vigilancia del espacio aéreo, y patrullas mixtas de efectivos portugueses y estadounidenses garantizaron que no hubiera incidentes en tierra.

Pero la elección conllevó algunos inconvenientes de logística por la ausencia de una infraestructura óptima para su desarrollo y cobertura informativa.

Hubo que buscar y habilitar alojamiento improvisado para decenas de técnicos, funcionarios y periodistas.

Los informadores tuvieron que desempeñar su labor en un hangar habilitado como centro de prensa y no precisamente en las condiciones más cómodas, intentando sortear las dificultades de transmisión y saciando el apetito con un bocadillo no rellenado con demasiada generosidad.

El traslado hasta allí para los periodistas españoles fue más fácil. Lo hicieron en el propio avión del presidente del Gobierno, uno de los dos bien amortizados Boeing 707 que precedieron a los Airbus actualmente en uso y que cuatro meses antes habían dado un serio susto a Aznar cuando volaba hacia una cumbre iberoamericana en la República Dominicana.

Se quiso entonces restar importancia a la avería en el sistema hidráulico del tren de aterrizaje, pero fue más serio si se atiende a lo que Aznar revela en su último libro: al saber la gravedad de la situación llamó al Rey para decirle que, si le ocurría algo, el nombre de su sucesor estaba anotado en su famoso cuaderno azul. Si quedaba legible.

Veinte días antes, un susto mucho menor también en el aire. Al regreso de la reunión con Bush en su rancho de Texas (donde ya se pergeñó la acción de las Azores y Aznar se contagió en su alocución de cierto acento tejano) una fuerte turbulencia en el avión obligó al presidente a tomar asiento.

Ni siquiera regresó a su sitio y se situó en el de uno de los informadores. "El mal existe", comentó entre bromas por el hecho de que en el momento del brusco bache aéreo estuviera hablando de la actitud de Hussein.

Contra él se conjuraron los protagonistas de la foto de las Azores, una imagen que se convirtió en un símbolo para adeptos y detractores de lo que allí se fraguó.