El viaje de Obama a Oriente Medio arrancó con un intercambio de bromas. Tras tomar tierra en Israel, el primer acto del presidente de EE UU fue una visita conjunta con el primer ministro hebreo, Benjamin Netanyahu, al centro operacional del sistema de misiles israelí. «¿Por dónde empezamos?», preguntó Obama. «Sigamos la línea roja», le respondieron sus anfitriones, señalando un largo trazo de pintura marcado en el suelo para orientar sus pasos. Obama captó el mensaje: «Él (Netanyahu) siempre me está hablando de líneas rojas». Y añadió entre sonrisas: «¿Así que todo es un complot psicológico?». Conteniendo la risa, Netanyahu confirmó: «Sí, todo ha sido planeado minuciosamente».

Bromas, misiles y líneas rojas. O sea, escenificación del restablecimiento de la confianza en las relaciones con Israel y lanzamiento de las últimas advertencias a Irán sobre sus planes nucleares. Estos parecen haber sido los dos objetivos de la breve gira de Obama. Lo demás, incluida la visita al presidente palestino en Ramala, fue tan sólo la preparación del caldo de cultivo en el que estos dos mensajes están destinados a evolucionar durante los próximos meses.

No cabe duda de que el régimen de Teherán supo distinguir el grano de la paja mucho mejor que nadie. Obsesionados por décadas de conflicto palestino-israelí, los periodistas occidentales calificaron la visita, ya antes de su inicio, como un viaje sin contenido, sin agenda, sin un plan para la resurrección del diálogo entre las partes. Conocedor, sin embargo, del género que se estaba exponiendo en la vitrina, el líder supremo iraní no dudó en utilizar su discurso del año nuevo persa para advertir a Israel y a EE UU, apenas comenzada la gira presidencial, de que un ataque a Irán conllevaría la destrucción de Israel.

Obama llevaba sólo unas horas en territorio hebreo cuando plantó su mensaje: EE UU prefiere la vía del diálogo y las sanciones para impedir que Irán se haga con una bomba atómica, ya que considera «más duradera» esta opción. Sin embargo, Israel tiene todo el derecho a atacar a Irán, sin consultar con nadie, si se siente amenazado.

Esta declaración había sido preparada días antes, en una entrevista con una cadena de televisión israelí. En ella, Obama advirtió: «Que Irán se dote de la bomba atómica es cruzar la línea roja». Frase crucial ya que, hace tan sólo medio año, cuando Netanyahu compareció ante la tribuna de la ONU con su célebre dibujo de la bomba, Obama le había respondido que no quería saber nada de «cifras tope ni de líneas rojas». Ahora, en cambio, Obama no sólo aceptaba por primera vez la posibilidad de una línea roja, sino que, además, advertía a Teherán de que si Irán la traspasa algún día «EE UU tiene capacidades militares que pondrá en juego».

Así pues, la situación ha cambiado de medio a medio respecto a enero de 2012. Por aquellos días, y en una trepidante secuencia de hechos, Netanyahu y su ministro de Defensa, Ehud Barak, aunque sin el apoyo de la cúpula militar israelí, hicieron saber sin ambages que planeaban un ataque a muy corto plazo para destruir las instalaciones nucleares iraníes. Teherán respondió con la amenaza de cortar el estrecho de Ormuz, clave para los tránsitos mundiales de crudo. Obama envió a Israel a su máximo jefe militar, que negoció durante una semana con los responsables israelíes y logró diferir la amenaza.

Ése fue el inicio de un giro en la relación de Obama y Netanyahu, envenenada desde la llegada del demócrata a la Casa Blanca por sus diferencias respecto al modo de abordar el diálogo con los palestinos. Un año largo después, con Obama y Netanyahu vencedores en sus respectivos procesos electorales y proclamada a los cuatro vientos la «alianza eterna» entre los dos países, las únicas diferencias entre las partes son de plazos. Y tal vez ni siquiera eso.

Aunque Netanyahu proclamó en septiembre en la ONU que la capacidad iraní para fabricar una bomba nuclear llegaría hacia la primavera, Obama ha insistido estos días en que falta en torno a un año. Tras esta discrepancia sobre los plazos se oculta, en realidad, la esperanza de la Casa Blanca en que las elecciones presidenciales iraníes del próximo junio arrojen un triunfador inclinado a renunciar a las bombas nucleares. Israel es escéptico, pero parece haber concedido a Washington ese margen temporal.

De aquí a entonces, en cualquier caso, tanto Israel como EE UU están de acuerdo en que tienen que crear, en la región más espinosa del planeta y entre el estruendo de la guerra civil siria, el caldo de cultivo más favorable a su «alianza eterna». Y a ese fin ha consagrado Obama el resto de los esfuerzos de su viaje.

En primer lugar, los palestinos, ahora sí, a los que dedicó la segunda jornada. Obama no desea que se colapse la Autoridad Nacional de Mahmud Abbas, sobre todo por no dar alas a los islamistas de Hamas, que desde Gaza festejaron su llegada lanzando cohetes a Israel. Sin embargo, ha tenido que pagar peaje a la «alianza eterna» y rebajarle su apoyo, ya bastante desinflado desde que Abbas optó, contra su voluntad, por buscar el reconocimiento de la ONU. De ahí su consejo de que renuncien a cualquier condición previa (léase paralización de colonias ilegales) para negociar.

En segundo lugar, y esto sí que fue una sorpresa, reparar los platos rotos entre Turquía e Israel. Aquí ha sido Netanyahu quien ha tenido que ceder, pidiendo perdón por el asalto de 2010 a la «flotilla de la libertad» y prometiendo cuantiosas indemnizaciones a las víctimas. EE UU necesita, ante cualquier escenario futuro, el mejor entendimiento entre sus dos mayores aliados en la zona.

A cambio, Turquía -y esto también fue una sorpresa, y van dos, en un viaje en el que «no ha pasado nada»- ha aceptado la oferta de paz lanzada por los kurdos del PKK durante el viaje de Obama. Ankara introduce así en su flanco Sur una calma que puede ser muy necesaria para las acciones que, con o sin ataque a Irán, se emprendan en los próximos meses sobre una Siria a la que ya apuntan desde Turquía baterías de misiles «Patriot».

En tercer lugar, Obama ha manifestado su respaldo a Abdala de Jordania, el principal aliado árabe de EE UU en la región, tras haber quedado Egipto preso en las turbulencias islamistas. Obama ha dado además un refuerzo económico a Jordania para que siga acogiendo a mareas de refugiados sirios.

Siria es, claro, quien más fluidos aporta a todo este caldo de cultivo y, en consecuencia, ha ocupado buena parte de las conversaciones de Obama con Netanyahu. EE UU quiere para Siria, proclamas humanitarias al margen, lo que quiera Israel, que para algo es su vecino. Y lo que Israel desea es que Washington mantenga su actual tibieza, dejando a Francia y Reino Unido el peso de una eventual entrega de armas a los rebeldes. Porque una Siria desgarrada, además de dificultar la llegada de armamento iraní a la libanesa Hezbolá, es un enemigo menos y la garantía temporal de no tener yihadistas desmadrados en la frontera. Por si acaso, Israel ya se prepara para crear una franja tapón que lo proteja de posibles radicales armados de rebote por París y Londres.

Hasta aquí los movimientos provocados por Obama en Oriente Medio. O casi. Porque, como el presidente de EE UU no puede evitar moverse en un mundo regido por leyes físicas, sus acciones han generado reacciones. Impulsadas, claro, por Irán. Por poner un ejemplo, los islamistas de Hezbolá han consumado la caída del Gobierno libanés, desestabilizando aún más al vecino del norte de Israel, íntimamente vinculado a Siria. Ha sido la guinda de un viaje cuyo «fracaso», desde luego, ha estado preñado de acción.