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Brexit

Los británicos siempre desconfiaron de Bruselas

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Si en las elecciones los políticos tienden con frecuencia a hacer promesas que ellos mismos saben imposibles de cumplir, en las campañas en torno a un referendo, sus argumentos, por llamarlos así, tienden a veces al delirio.

Para botón de muestra, la advertencia del primer ministro británico, el conservador David Cameron, de que si triunfa el Brexit, es decir, si sus compatriotas votan mayoritariamente a favor de la salida del país de la UE, peligrará la seguridad militar del continente.

Si Cameron se creyese lo que dice, ¿por qué asumir semejante riesgo al convocar la consulta popular? Y sobre todo, ¿por qué amenazó en su momento a los otros líderes europeos de que él mismo votaría a favor del Brexit si ésos no le concedían las excepciones que él reclamaba para su país?

Pero igual de delirantes son los argumentos empleados por su correligionario y exalcalde de Londres Boris Johnson para convencer a los británicos de que lo mejor es abandonar de una vez el club europeo.

Johnson, biógrafo y admirador declarado de Winston Churchill, no tuvo el mínimo empacho en comparar la unión política que persigue Bruselas con las ambiciones de dominar Europa que mostraron en su día personajes como Napoleón o Adolf Hitler.

Nos guste o no el proyecto europeo, y mucho habría que decir sobre sus actuales y profundas carencias democráticas, ese tipo de comparaciones entra de lleno en el disparate.

Y, sin embargo, si un político tan inteligente, pese a su ganada fama de excéntrico, como Johnson recurre a esos argumentos es porque sabe que muchos británicos piensan en el fondo como él.

Los tabloides de ese país parecen vivir todavía en la Segunda Guerra Mundial cuando piden a los británicos que se resistan heroicamente, como en tiempos de Hitler, a una Europa dominada por Alemania.

Lo cierto es que los británicos nunca mostraron entusiasmo por la Unión Europea y que muchos ciudadanos de ese país ven en su construcción sobre todo un proyecto antidemocrático que pone en peligro sus propias instituciones.

Si se sumaron en su día a él no fue ciertamente por idealismo, sino por puro pragmatismo: se trataba más bien de un proyecto económico que no político.

Y si en su día los pueblos del Sur, sobre todo los que sufrieron dictaduras como los españoles, los portugueses o los griegos, vieron en Europa, sobre todo, una garantía de desarrollo democrático de sus países, los británicos siempre desconfiaron de Bruselas.

Es significativo el hecho de que, a diferencia de lo que ocurre en el continente, donde uno suele ver ondear con frecuencia las dos banderas, la del país y la europea, en Gran Bretaña, al margen de las que exhiben los hoteles, la segunda es rara vez visible.

La realidad es que si a los británicos, sobre todo a sus élites, les interesa la Unión Europea, es exclusivamente por las posibilidades que les ofrece de hacer negocios, y si ésas temen que triunfen los partidarios de abandonar la UE, es sobre todo por el daño que puede sufrir su comercio y en especial su poderoso sector financiero.

La idea de que los países europeos deberían renunciar a la soberanía nacional y dotarse de instituciones políticas comunes no despierta en esas islas entusiasmo, sino en todo caso desconfianza.

Y a juzgar por lo que ocurre también en el continente con el auge de los partidos nacionalistas y euroescépticos, los británicos no parecen estar solos. Bruselas y Berlín deberían tomar nota.

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