La presencia del vicepresidente de EE UU, Joe Biden, en Ankara, donde ayer pasó tan solo unas horas, puso rostro al respaldo de EE UU a la más ambiciosa intervención de Turquía en Siria desde el inicio de la guerra civil hace cinco años. Sobre el terreno, fueron los aviones del Pentágono los encargados de santificar a los blindados turcos. Y también a la infantería del ELS, los antaño conocidos como rebeldes, quienes, convertidos ahora en un variopinto enjambre en el que predominan los islamistas de todo pelaje, han sido enviados exprofeso desde sus santuarios turcos.

Oficialmente, la operación está destinada a liquidar las posiciones del Estado Islámico en la frontera entre Turquía y Siria. Pero basta con mirar los mapas para comprobar que ese segmento fronterizo, algo más de un centenar de kilómetros al oeste del Éufrates, era el único que no estaba todavía en manos kurdas. En realidad, el objetivo de Turquía no es otro que dinamitar la ofensiva que sobre ese tramo de frontera lanzaron a principios de mes los kurdos, con la bendición de los cazas de EE UU. El propio Biden se encargó ayer de ordenar a los kurdos que se acantonen al este del Éufrates.

Así pues, EE UU cambia peones, aunque disparejos. Los kurdos, con los que los comandos especiales del Pentágono llevan tiempo trabajando mano a mano, tanto en Siria como en Irak, son reemplazados al oeste del Éufrates por el ELS, la facción menos eficaz sobre el tablero sirio.

Ese trocar un aliado fiable, que de momento se niega a obedecer las consignas de Biden, por otro a la postre imprevisible parece el primer plazo del rescate que EE UU tiene que pagar para restañar las heridas abiertas en Turquía por sus titubeos ante el oscuro golpe del 15 de julio. La suerte del clérigo Gülen sería el segundo plazo. Pero ahí la Casa Blanca tendrá que hilar más fino porque la última palabra estará al cabo en boca de los jueces.