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Terremoto electoral | El nuevo presidente

El francotirador toma el castillo

Donald Trump, acostumbrado a superar las ruinas que él mismo se crea, culmina en la Casa Blanca una trayectoria marcada por la osadía y el desprecio a los demás

El francotirador toma el castillo

Donald Trump, hasta ayer de madrugada el francotirador que, sin ninguna experiencia política, intentaba el asalto a la Casa Blanca sin apoyo de su partido, se convertirá el próximo 20 de enero en el señor del castillo desde el que se rigen los destinos de EE UU. Su inesperada victoria pone el remate a una trayectoria de ave fénix en la que una personalidad explosiva y despiadada -que le genera enemigos a golpe de exabruptos y jugadas sucias- se combina con una sorprendente capacidad para sobreponerse a todos los palos que él mismo ha ido metiéndose en sus propias ruedas.

Trump, nacido en el barrio neoyorquino de Queens hace 69 años, se lanzó a la carrera presidencial convencido de que un país puede gestionarse como una de sus empresas y explicándolo con muy poca educación. Inútil recordar que no ha dejado títere con cabeza. Desde el principio fue visto como un intruso por sus compañeros de partido, ya que sus credenciales republicanas son recientes y sus maneras bruscas no sólo le generaban creciente desafección en la prensa y en Wall Street, sino que además parecían comprometer las posibilidades de los legisladores republicanos en los comicios al Senado y la Cámara.

Sin embargo, lo que son las cosas, los legisladores del partido del elefante, a los que se concedía pocas posibilidades de conservar el control del Senado, se han beneficiado del efecto de arrastre del triunfador y han obtenido unos resultados muy superiores a los esperados.

La verdad es que Trump, nieto de alemanes e hijo de escocesa, está acostumbrado a reinventarse. A los 13 años, después de haber oído repetir a su padre que la sociedad se divide en depredadores y perdedores, llevó tan lejos su voluntad predatoria que su progenitor se vio obligado a internarlo en la Academia Militar de Nueva York. Lejos de amilanarse, Trump, aseguran quienes le conocieron entonces, se sentía a gusto en aquel ambiente donde la novatada, las chulerías y las revistas de chicas desnudas eran la Santísima Trinidad que guiaba los pasos de los cadetes. Tanto que, años después, algunos de sus amigos afirman que sus modelos en la vida son el actor Clint Eastwood, el agente de Su Majestad James Bond y Hugh Hefner, el legendario fundador de la revista "Playboy", siempre enfundado en su batín de raso y, como Trump, rodeado de bellezas.

La mejor prueba de que, paladín del más intenso "ladran luego cabalgamos", Trump se reinventa como nadie es el modo en el que, en la década de los 90, superó la quiebra de su emporio. El ya presidente electo había desembarcado en Manhattan a principios de los 70 para convertir en algo grande la boyante empresa inmobiliaria de su padre. Construyó la torre Trump y hacia finales de los 80 era la estrella multimillonaria de Manhattan, aunque, eso sí, desprendía un molesto tufillo hortera.

Embriagado de éxito, Trump compró inmuebles, hoteles, un megayate y fundó una compañía aérea, a la vez que metía la nariz en la industria de los casinos, recién desregularizada por Reagan. Y entonces cometió su peor error: el delirante casino "Taj Mahal" de Atlantic City, en el que se dejó mil millones de dólares en puertas de la crisis económicas de principios de los 90. Cuando se quiso dar cuenta, debía 3.000 millones de dólares. Era tanto que los bancos decidieron no dejarlo caer, le hicieron una quita, le aconsejaron salir a Bolsa y, mientras él seguía haciéndose millonario con la gestión de sus empresas, los accionistas se arruinaron a merced de un desplome bursátil. En esa coyuntura, Trump descubrió que ya no necesitaba comprar ni construir, tan sólo vender su nombre, la marca Trump, que generaba dividendos millonarios. La misma marca con la que ahora se instalará en la Casa Blanca al menos cuatro años.

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