Los vientos del populismo depositarán a Donald Trump en la Casa Blanca el próximo 20 de enero. Entonces, quizá ya no nos parezca tan anómala su presencia en el primer centro del poder del mundo. Pero ayer, después de una noche más histérica que histórica, su triunfo en las presidenciales de Estados Unidos ante Hillary Clinton desencadenó un auténtico terremoto político y una sacudida general en los mercados que después amortiguó la apertura, con subidas moderadas, de Wall Street.

No era para menos. Trump ganó holgadamente a la aspirante demócrata (279 delegados, frente a los 228 que obtuvo la ex primera dama), que, sin embargo, le batió en voto popular: 200.000 sufragios más que, lo mismo que a Al Gore en 2000, no le sirvieron para paliar su derrota en el Colegio Electoral, que es el que elige al Presidente.

Trump cosechó 9 votos electorales más de los necesarios para ganar, y eso que al cierre de esta edición aún estaban pendientes de atribuir los correspondientes a Arizona (11) y Michigan (16), donde el candidato republicano mandaba en el escrutinio, y New Hampshire (4), en el que la exsecretaria de Estado iba en cabeza, pero por escaso margen.

Por si esto fuera poca pérdida para el partido del burro, los republicanos mantuvieron el control de las dos cámaras del Congreso: en la de los Representantes, que se renovaba por completo, los de Paul Ryan suman 239 asientos, por 193 de los demócratas, y en el Senado, que ponía en juego 34 escaños, reúnen 51 actas, por 47 de sus rivales.

Este control casi absoluto del Ejecutivo y el Legislativo -les falta la mayoría cualificada en la Cámara alta que aspiran a lograr en los próximos comicios de medio mandato, en 2018- no sólo garantiza a los republicanos la aprobación de cualquier medida que propongan, sino que les acerca a su objetivo de derogar, una a una, todas las reformas de la era Obama.

Si no fuera por la imprevisibilidad e incertidumbre que acompañan siempre a Trump, y por la animadversión que le profesan algunos destacados republicanos -entre ellos, el de más alto rango, Paul Ryan, que ayer, con todo, alabó la "increíble" victoria del magnate inmobiliario-, podría darse por seguro que el partido del elefante tiene por delante muchos años de gobierno para hacer y deshacer.

E "increíble" fue -eso es cierto- una noche de escrutinio en la que Clinton, que partía con una ventaja de 3,2 puntos porcentuales en los sondeos a escala nacional, fue diluyéndose a medida que los estados que necesitaba para vencer a Trump caían en la bolsa del aspirante republicano, frustrando su sueño de convertirse en la primera mujer que preside Estados Unidos.

Después de perder territorios como Wisconsin, Ohio y Michigan, y de que Florida, el Estado más clave de todos los claves, también se lo adjudicara Trump (Obama lo ganó en 2008 y 2012), sólo le quedaba una remota posibilidad, Pensilvania, pero también aquí fracasó. Y eso que ningún candidato republicano se había hecho con esa plaza desde Bush padre en 1988.

El cataclismo fue de tal calibre que la ex primera dama no compareció hasta las cuatro y media de la tarde de ayer para reconocer su derrota. Horas antes se había limitado a telefonear al ganador para felicitarle por su triunfo. Y Trump, que ayer, para variar, estaba conciliador, anunció entre los vítores y los aplausos de sus seguidores: "(Clinton) me ha llamado para felicitarme por nuestra victoria y yo la he felicitado a ella por una campaña muy, muy dura. Ella ha peleado muy fuerte".

En su comparecencia de la victoria, el ya presidente electo decidió seguir con su comportamiento caballeroso, como si nunca hubiera llamado a su oponente "corrupta", ni "asquerosa", ni "inmoral": "Hillary ha trabajado durante mucho tiempo y muy duro. Todos le debemos una gran gratitud por su servicio a nuestro país. Y lo digo muy en serio".

Como era el inesperado triunfador de la noche, se sintió en la obligación de ser generoso. Mantuvo el tono ecuménico para llamar a los norteamericanos a unirse: "Ahora es el momento de que Estados Unidos cierre las heridas de la división". Y soslayando las propuestas que le han granjeado las iras de medio mundo -nada sobre el muro en la frontera con México ni sobre el veto a los musulmanes-, prometió ser un "presidente para todos los estadounidenses" y hasta amagó con reconocer su inexperiencia al pedir "orientación" a sus adversarios para que "podamos trabajar juntos y unificar nuestro gran país".

También se le vio con ganas de pasar la página de la campaña electoral más áspera que se recuerda: "Estas cosas políticas son desagradables y difíciles". Pero no dudó en presentarse como el adalid de un "gran movimiento" formado por millones de personas (59,4, por 59,6 de su rival) "de todas las razas, religiones y orígenes" a la búsqueda de un Gobierno que "sirva a la gente" y renueve "el sueño americano".

Cuando le llegó el turno, la exsecretaria de Estado compareció para admitir que su "dolorosa" derrota no debe impedir que los votantes demócratas le den "una oportunidad" a Trump, a quien pidió que se reciba con la "mente abierta" porque "va a ser nuestro presidente".

Acompañada por su marido, el expresidente Bill Clinton, y su hija Chelsea, la derrotada interpretó el dictamen de las urnas como la confirmación de que "nuestra nación está más dividida de lo que creíamos". Por eso "nuestra responsabilidad como ciudadanos es seguir poniendo de nuestra parte para construir unos Estados Unidos mejores, más fuertes y más justos". Para lo cual juzgó imprescindible no dejar "de creer que luchar por lo correcto merece la pena". Y terminó: "Todavía no hemos roto el techo de cristal más alto y más duro. Pero algún día alguien lo hará. Con suerte antes de lo que creemos".

Poco después, salió a la palestra Barack Obama. El presidente saliente recibirá hoy a Trump en la Casa Blanca para dar comienzo oficialmente al proceso de transición, que debe estar cerrado para el próximo 20 de enero. No obstante, Obama avanzó que el traspaso de poderes serán tan "pacífico" como lo fue el suyo cuando relevó a George W. Bush en enero de 2009.

Al magnate neoyorquino, Obama le deseó "éxito" en su anunciado propósito de "unir" al país. Una tarea que no se presenta nada fácil, pues la victoria de Trump ha partido en dos mitades la nación. Y tampoco le resultará más sencillo hacer que sus socios europeos empiecen a mirarle con confianza. Es la consecuencia de una estrategia electoral exitosa, pero en la que ha comprometido relaciones que se basan en la colaboración y el interés común, no en el populismo para ganar votos.