Cuando en febrero Hamon ganó las primarias del PS, Fillon ya estaba tocado y Macron, apoyado por el centrista Bayrou y por el ala derecha del socialismo, con Valls a la cabeza, iniciaba su ascensión a la cima. Hamon ofreció una alianza a Mélenchon y fue rechazado. Ante el hundimiento del espacio de la rosa, el mejor tribuno de Francia captó la atención de parte del electorado de izquierda y, a finales de marzo, inició una veloz remontada que amplió a cuarteto el trío de cabeza.

En cuanto a Macron, exbanquero de 39 años, es el heredero natural de Hollande, pese a no pertenecer al PS y cabalgar a lomos de su propio movimiento, En Marcha. No en vano fue su secretario general en El Elíseo de 2012 a 2014 y se convirtió en el elegido para pilotar el giro al centro desde el ministerio de Economía. Ese continuismo, plasmado en un programa nebuloso, es su talón de Aquiles para quienes no quieren más de lo mismo. Pero también es su gran baza ante la gente de orden que teme la irrupción del neofascismo maquillado de Le Pen.

Porque, se mire como se mire, en las presidenciales de 2017 todos los caminos conducen a Le Pen. Impulsada por el terrorismo yihadista, la crisis de los refugiados, el "Brexit", la victoria de Trump, los coqueteos con Putin y la oleada de populismo a la que ha abierto la puerta la crisis del modelo europeo salido de la II Guerra Mundial, Le Pen teme que no ganará la segunda vuelta. Sin embargo, ya ha conseguido el enorme éxito de que su discurso ultranacionalista, xenófobo y eurófobo, con pinceladas de un paternalismo neofascista reservado a los galos de pura cepa, sea aceptado con normalidad en el debate público francés. Hasta el punto de que, en las elecciones de la indecisión y la incertidumbre, la única sorpresa de calado sería que, al final, se le desinflase el globo y no pasase a la segunda vuelta. La solución, esta noche.