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La oscura dimisión del primer ministro libanés hace aflorar una guerra en la sombra alentada por Trump

La renuncia de Hariri, cuyas causas siguen sin conocerse, saca a la luz la batalla que libran Irán y Arabia Saudí, apoyada por Estados Unidos e Israel

La oscura dimisión del primer ministro libanés hace aflorar una guerra en la sombra alentada por Trump

El viernes 3 de noviembre, el primer ministro libanés, el suní Saad Hariri, viajó por sorpresa a Arabia. En esos momentos, el hombre fuerte de la monarquía saudí, el príncipe heredero Mohamed bin Salman, consumaba una gran purga: once príncipes, cuatro ministros y decenas de altos funcionarios, militares y empresarios hostiles a sus reformas. El sábado, Hariri anunció desde Riad su dimisión, alegando miedo a un atentado y sugiriendo que le amenazan el partido-milicia chií Hezbolá -su socio de Gobierno- e Irán.

Casi quince días después sigue sin saberse qué ocurrió en Riad el 4 de noviembre. ¿Fue secuestrado Hariri y obligado a anunciar una dimisión que hubiera debido presentar en Líbano? De ser así, ¿por qué fue detenido? ¿A qué se negó? ¿Tal vez a excluir a Hezbolá del Gobierno? ¿Tal vez a iniciar o permitir un ataque contra el poderoso grupo, enemigo mortal de Israel?

¿O, por el contrario, actuó Hariri de propia voluntad? En ese caso, ¿con qué objetivos? El pasado martes, Hariri anunció que, como muy tarde, hoy habría regresado a Líbano, donde, dio a entender, estaría dispuesto a formar nuevo Gobierno. Pero ¿con o sin Hezbolá, al que Occidente califica de terrorista? Los observadores coinciden en dos cosas: negociar el futuro Gobierno será al menos tan laborioso como lo fue, hace once meses, conseguir que Hariri se convirtiera en primer ministro tras más de dos años de parálisis institucional. Y dos: prescindir de Hezbolá haría saltar ese diálogo por los aires y, con él, al propio Líbano.

La dimisión de Hariri, hijo del también "premier" Rafik Hariri, cuyo asesinato en 2005 puso fin al protectorado que Damasco ejercía sobre Beirut desde el final de la guerra civil en 1990, también suscita acuerdo sobre otra cuestión. Es sólo una nueva expresión del conflicto que enfrenta a Arabia Saudí, cabeza de la mayoritaria rama suní del islam, con Irán, faro de la rama chií. Así que para entender el contexto del "caso Hariri" hay que pasar revista a estos dos actores, a la actual coyuntura de Oriente Medio y a los delicados equilibrios de Líbano, escenario recurrente de la resolución de disputas entre suníes y chiíes.

La ultraconservadora Arabia, feudo de la familia Saud, entró en una nueva era en 2015 con la llegada del rey Salman y la designación de su hijo, el príncipe Mohamed bin Salman, como heredero que ha tenido las manos libres para iniciar reformas. Los cambios, cuyo escaparate ha sido la concesión a las mujeres del derecho a conducir, pretenden modernizar la economía del país y sacarla del monocultivo petrolero. Pero también buscan moderar su doctrina religiosa, radicalizada en respuesta a la toma del poder por los clérigos chiíes en el Irán de 1979.

En paralelo, el impulsivo Bin Salman ha adoptado una política exterior agresiva, acompañada de un descomunal rearme, que desvela su vocación de gendarme de Oriente Medio y baluarte antiiraní. Sin embargo, con la excepción del aplastamiento de la revuelta de Bahréin, sus movimientos han sido fallidos. En Siria, su apoyo a facciones rebeldes no ha impedido al dictador Asad consolidarse. En Yemen, donde se lanzó a las armas en 2015, no ha doblegado a los rebeldes huthíes. Los analistas le atribuyen escasa intuición estratégica.

Frente a Arabia se alza Irán, el principal aliado de Rusia en la zona. El régimen de los ayatolás, al que la exclusión de la comunidad internacional colocó en serias dificultades, se ha beneficiado de la guerra de Irak y de las revueltas árabes. Además de la resistencia de los huthíes en Yemen, los chiíes son la fuerza dominante en Irak desde la invasión de EE UU en 2003. En Líbano, Hezbolá lleva años rentabilizando su resistencia ante Israel en la guerra de 2006, que mostró las limitaciones de la máquina bélica judía. En la vecina Siria, la intervención de Hezbolá, junto a milicias iraníes e iraquíes, fue clave para apuntalar a Asad desde 2012-2013 y ha robustecido al grupo, para miedo de Israel, que estima inevitable una repetición de la guerra de 2006. Irán se ha beneficiado, además, de la política de apaciguamiento de Obama y, en 2015, tras complejas negociaciones, alcanzó con la comunidad internacional un pacto sobre sus programas nucleares que, gracias al levantamiento de sanciones, oxigena su economía.

Sobre esos mimbres, en enero hizo su aparición Trump, quien resucitó el eje del mal de Bush, ahora limitado a Corea e Irán. Oriente Medio es desde entonces un hervidero diplomático.

El caballo de batalla de Trump es el pacto nuclear, que amenaza con denunciar y a cuya aplicación pone todo tipo de trabas. Su ofensiva tiene pleno respaldo de Israel y Arabia, y ha vuelto aliados tácticos a estos dos viejos enemigos, a los que Trump giró visita en mayo. Todo indica que la visita, además de saldarse con ventas de armas a Riad por cien mil millones, puso en marcha movimientos. En junio, llegó el bloqueo de las petromonarquías a Catar. El emirato que alumbró la cadena Al Yazira ha cometido varios pecados desde que en 1995 se sacudió la tutela saudí, entre ellos airear las revueltas árabes. Pero el más difícil de lavar es su entendimiento con Irán, con quien comparte una enorme bolsa submarina de gas.

En septiembre, con mediación egipcia impulsada por Israel y aprobada por Arabia, se alcanzó un pacto entre las dos grandes facciones palestinas gracias a negociaciones activadas tras la visita de Trump. Días antes, un príncipe saudí había hecho una visita sin precedentes a Israel, a quien Arabia exige el reconocimiento palestino para entablar relaciones.

La visita de Trump a Arabia e Israel se completó a fines de octubre con otra de su yerno, el judío Jared Kushner, que se ve como antesala de la dimisión de Hariri. ¿Pero, por qué Líbano? Sencillamente, porque su composición religiosa, ordenamiento político y conexiones financieras lo convierte, una y otra vez -la última había sido en 2016-, en la poza donde confluyen todas las aguas turbias.

Líbano está divido en tres grandes bloques político-religiosos: el cristiano maronita, prooccidental y secularizador; el chií, aliado de los maronitas, sustentado en Hezbolá y alimentado por el dinero de Teherán; y, en fin, el suní, opuesto a la vecina Siria y financiado por Arabia. El acuerdo de 2016 que llevó a Hariri a la presidencia del Gobierno robusteció a Hezbolá, que preside el Parlamento, se sienta en el Ejecutivo, amenaza a Israel y tiene un importante papel en la vecina Siria. De modo que la primera acción efectiva contra Irán, descartado el ataque frontal, tiene que ir contra Hezbolá.

No extraña, pues, que sobre la oscura dimisión de Hariri reine, por encima de todas, la duda sobre lo que quiso o no quiso emprender contra Hezbolá. Saberlo ayudará a identificar los hilos de la madeja que EE UU, Arabia e Israel están tejiendo en torno a Irán.

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