Destruido el califato del Estado Islámico en Irak y Siria y expulsados los yihadistas al inhóspito desierto, se ha instalado en el imaginario colectivo la idea de que la guerra que devora Siria desde hace casi siete años vive sus últimos compases bajo la batuta del presidente sirio, Bachar al Asad, virtual ganador que ha conseguido preservar su poder gracias a la ayuda rusa e iraní aún a costa de reinar sobre un mar de escombros, dolor y devastación humana.

Varios factores han ayudado a crear esta percepción, entre ellos que la hipotética y futura resolución política que pueda tener el conflicto es un asunto que hace tiempo que Occidente -EE UU y la UE-, por acción u omisión, dejó en manos del nuevo Zar de todas las rusias en el que se ha convertido Vladimir Putin, secundado por las otras dos potencias regionales con intereses directos en poner fin a la guerra preservando sus propios intereses: Turquía e Irán.

Otro factor puede ser el efecto que ha tenido el acuerdo por el que la UE delegó en Turquía el control de sus fronteras en su flanco oriental para evitar la llegada de nuevas riadas de refugiados. Un acuerdo polémico y poco humanitario que ha demostrado su efectividad al cerrar la ruta de los Balcanes. Las cifras hablan por sí solas. Por ejemplo, la llegada de refugiados a Grecia en 2017 ha caído a 28.880 personas, seis veces menos que en 2016.

Vivimos en una sociedad en la que la preeminencia de la imagen lo alcanza todo. Aquello que no se ve, no existe, y podría decirse incluso que aunque exista, a veces se prefiere no mirar. Ya no llegan oleadas de refugiados a pie como en 2015, pero no porque no existan las razones objetivas para su éxodo, sino porque se ha materializado la idea de una "UE-fortaleza", desde los Dardanelos al Estrecho de Gibraltar. Y las razones para la huida existen. Ya no se habla de Siria, y sin embargo, según denuncian ONG internacionales y la ONU, el país tuvo una despedida de 2017 infernal, como infernal está siendo la entrada de 2018.

Según la información recabada por el alto comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, desde el 31 de diciembre al menos 85 personas han muerto, incluyendo 21 mujeres y 30 niños, y otras 183 personas han resultado heridas en el bastión rebelde de Guta Oriental, a las afueras de Damasco, donde al menos 390.000 civiles sobreviven a un asedio que ya dura cuatro años y que está provocando múltiples casos de desnutrición extrema. El recuento que hacen sobre el terreno los voluntarios de defensa civil, los llamados "cascos blancos", eleva la cifra mortal a 121 personas y 580 heridos. Además, se han contabilizado más de 300 ataques aéreos en once días en esta área.

Una situación que se repite en la provincia norteña de Idlib, fronteriza con Turquía y que está dominada por el antiguo Frente al Nusra, la antigua rama siria de Al Qaeda. En estos momentos un ataque gubernamental y la contraofensiva insurgente ponen en riesgo la vida y la capacidad de supervivencia de dos millones de desplazados que residen en la región en condiciones extremadamente precarias. Decenas de miles de estos desplazados han debido huir de nuevo a causa de la lluvia de fuego que deja caer la aviación del régimen sirio.

La intensificación de los ataques aéreos ha provocado que el alto comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, Zeid Ra'ad Al Hussein haya denunciado que las fuerzas atacantes no están distinguiendo entre objetivos militares y civiles, tal y como estipula la ley internacional, que en Siria hace mucho tiempo que dejó de tener vigencia.

Los próximos 29 y 30 de enero el régimen y los opositores sirios están convocados en Sochi (Rusia) a una nueva ronda de contactos con miras a buscar una salida a este conflicto que se ha cobrado más de 340.000 vidas desde 2011. La reciente ofensiva del régimen sirio sobre Idlib, una zona sobre la que en teoría hay un acuerdo de alto el fuego auspiciado por Moscú, Ankara y Teherán, demuestra hasta qué punto se siente fuerte e impune el presidente sirio, convertido ya en el principal señor de la guerra de la cuarteada y castigada Siria.