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España-Italia

Lecciones de dos décadas de decadencia económica y moral italiana

España-Italia

Entre España e Italia hay corrientes de agua que circulan de forma paralela. Su condición, por ejemplo, de países centrales en la cuenca norte del Mediterráneo y de contrapeso natural -aunque precario- al eje París-Berlín; una cultura católica común que todavía hoy sigue marcando, en cierta medida, la estructura social y económica; un siglo XX con relativas similitudes, además de la cercanía lingüística y la natural simpatía que existe entre ambas naciones. La economía italiana -impulsada por el plan Marshall y el potente tejido industrial del norte- arrancó antes que la española, más dependiente del turismo y de la posterior apertura a los mercados que supuso la entrada en la Comunidad Europea. Desde entonces, sin embargo, ambos países han ido convergiendo en renta per cápita -con una ligera ventaja española, según los últimos datos del FMI-, gracias en gran medida al prolongado estancamiento italiano, el cual no puede disociarse ni del invierno demográfico que sufre desde hace décadas (al igual que nosotros) ni del profundo desgaste que han padecido sus instituciones y su clase política.

Fue a principios de los noventa cuando la justicia italiana puso en marcha una operación a gran escala contra la corrupción política, denominada en aquel momento "Mani Pulite" (Manos Limpias). Supuso el encarcelamiento de decenas de altos cargos, no pocos suicidios, el exilio de Craxi y el final de los principales partidos históricos del país -la Democracia Cristiana, el Partido Socialista y, en cierto modo, también del comunismo-, que tuvieron que reinventarse bajo nuevas siglas. Nuestra joven democracia lo observaba desde la lejanía con una cierta incredulidad, a pesar de que por entonces ya empezaban a salir a la luz pública los primeros casos de corrupción del felipismo y del PP autonómico. La modernidad abrazaba con fuerza a España -eran los años de los Juegos Olímpicos de Barcelona, la Expo de Sevilla, el AVE y las películas de Almodóvar-, justo cuando el dinero europeo iba a transformar las infraestructuras del país. Fue la firme decisión de Aznar quien al final forzó que Italia entrara en el euro, en gran medida por no quedar detrás de España. A nuestro gobierno le gustaba presentarse en aquel tiempo como la Alemania del Sur, el socio fiscalmente fiable que exigía la puritana Europa del Norte. Como sucede con tantas ficciones, fue un espejismo que duró poco más de una década.

Un cuarto de siglo después del inicio de "Mani Pulite", resulta inevitable pensar que Italia no supo resolver la crisis interna que afectaba a su democracia y que ha terminado dejando al país transalpino sumido en una larga decadencia económica y moral, a cuyo último episodio -ya con rasgos netamente populistas y antieuropeos- estamos asistiendo estos días en ocasión de su enésima crisis de Estado. Pero el paralelismo histórico nos conduce inevitablemente a España, que también se enfrenta desde hace una década a una sucesión de shocks -financieros, territoriales, de protesta social- y al estallido del bipartidismo como consecuencia del trabajo de la justicia contra la corrupción. El espejo italiano es evidente, así como el riesgo de encarar un prolongado declive. La dura condena para el PP que ha supuesto la sentencia del "caso Gürtel" -a la espera de otras que están por llegar- acelera la ruptura emocional con el mundo de ayer, mientras se llega a un nuevo consenso que evite la entrada en un círculo vicioso de carácter antieuropeo y rostro cainita. El ejemplo italiano debería servirnos precisamente para no caer en el error de pensar que las soluciones equivocadas sirven para los problemas complejos.

Por supuesto la superposición de las crisis, unida a un sistema de partidos políticos en reestructuración, dificulta la adopción de consensos razonables. Pero, fuera de determinados principios, no existen respuestas viables. Ni España ni Italia pueden permitirse dar la espalda a Europa y a la moneda común. Ni España ni Italia pueden escudarse en la inacción, en el lenguaje administrativo o en la burocracia para afrontar sus conflictos internos. Ninguno de los dos países puede abandonar el lenguaje común del liberalismo moderado -esa garantía del valor de la pluralidad- en pos de la bandera demagógica y del populismo doctrinario. En el eterno conflicto entre los pocos y los muchos, España e Italia necesitan a los mejores. Y esto afecta tanto a la selección de nuestros gobernantes como a la calidad del debate público.

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