Uno ve el telediario y queda aterrorizado. Ayer y hoy; aquí y en Pekín. Por eso, cuando llega una magnífica noticia, nadie es capaz de quedarse con ella en el papu. Pues bien, vayamos al grano.

El país, como diría Jovellanos hablando de nuestro Principado, cuenta con cosas buenas y malas, como todos, pero uno se inclina a pensar que es mucho más grande el primer montón que el segundo. Podríamos hablar del paisaje, la paz, las gentes, la historia, qué sé yo..., pero, sobre todo, de los asuntos del comer. Porque si en algo los asturianos están de acuerdo es en que «aquí se come de miedo».

Para una pitanza que lo valga hacen falta tres elementos esenciales: varios fartones, una buena cocinera o cocinero y artículos de primera, eso que ahora se da por llamar «productos de excelencia», terminología que no sé por qué me recuerda al Pardo.

En cuanto a fartones, estarán conmigo en que en Asturias siempre anduvimos sobrados. Dejémoslo ahí.

De cocineros poco hay que decir, sin que haga falta referirse a los abundantes restaurantes de calidad que llenan nuestra bendita tierra. Basta que cada uno recuerde la comida de su madre, les fabes de casa, las famosas recetas de María Luisa, las compradoras en el mercado, con su mirada policial apretando los cogollos, esas cosas.

Y nuestros productos de primera. La buena sidra espalmando en el vasu, los quesos de asombro que son más arte que alimento, las carnes -la asturiana de la montaña sobre todas ellas, tan escasa, casi un milagro en la boca-, la miel digna de dioses. Por supuesto, les fabes de la granja, de las que algún «listu» copió para hacer la mantequilla, los embutidos de la Cordillera, las hortalizas de la vega del Nalón. Productos naturales tocados por el dedo de Dios mediante las manos del agricultor sabio que los crea.

Pero todo eso ya se sabía. Teníamos, no obstante, una cenicienta: muy pocas personas, salvo los lugareños y algún afortunado al que le habían ido con el chivatazo, conocían que en nuestro suroccidente, esa Asturias silenciosa y mágica, crecían bajo la tierra, como si fuesen trufas, unas patatas deliciosas (los franceses, buenos gastrónomos, saben que la patata no es un tubérculo humilde, sino otra cosa; por eso la llaman manzana de la tierra, «pomme de terre») que en nada se parecían a las patatas de abasto.

Había un problema: el afortunado que vivía en los Oscos, o en Grandas, o en Ibias, en esos lugares de ensueño, se recreaba todo el año con el pequeño gran placer, pero los expatriados, los asturianos del centro o del Oriente, nada de nada. Una injusticia; ¿no habíamos quedado en que todos los asturianos teníamos los mismos derechos? Pues no. Unos comían patatas tres estrellas «Michelin» y otros masilla con sabor a nabo crudo. «¡Les patates polaques medio xelaes que venden por ahí que les coma Walesa y su madre!» -oí una vez al gran Jerónimo Granda tras probar unos cachelos de San Martín de Oscos.

Pues bien, desde la pasada semana una cooperativa de asturianos valientes de Grandas de Salime ha dado el salto, y en una gran superficie se ha puesto a la venta esa exquisita fruta de la tierra, la patata de Grandas. Caviar puro. Algo más cara que la «polaca», por supuesto. La calidad y el mimo en el cultivo deben pagarse. No es que ganen más los que las venden, sino que es más caro producirlas que las de abasto.

Pero, ¿qué me dicen del placer? Y además lo del dinero tiene arreglo; yo lo voy a hacer así: dos pitillos menos al día -solo dos- y patatas de Grandas para toda la familia todo el año sin gastar una perra. Les juro que no me une ninguna relación con estos agricultores envidiables, pero es una obligación expresar el contento ante algo bien hecho. Que aproveche.