Desde el mirador del Cuetu Lavea, a la salida de la aldea, Manolo Corces, aldeano y sabio, nos señalaba tierra a tierra, cuesta a cuesta, qué se cultivaba en cada pandilla, cómo se pastoreaba, y en qué tiempo, cada ladera. Todo está ahora detenido, matorralizándose.

Señala un lugar debajo del hayedo, y encima de unos prados, donde se encontraba el extinguido bosquete de avellanos del que salieron «de toda la vida de Dios» las varas y las varillas para hacer los cierres, los cestos y los palos regruesados por abajo tan del gusto de los pastores.

Con el tiempo, el bosquete fue haciéndose más pequeño a medida que los cestos, los cierres, los palos y los pastores fueron a menos y las hayas vecinas, de más porte y menos manejadas también, fueron a más hasta que empezaron a sombrearlo primero y, finalmente, acabaron por ahogarlo. Una nueva lección de ecología campesina que vincula usos pertinentes y biodiversidad.

Entender el sistema agroalimentario y ecológico de San Esteban de Cuñaba pasa por escuchar a Manolo. Por sentarse una tarde con él en el mirador, apuntar lo que dice y situarlo en el mapa, colorear lo que va a pasto de las cabras, lo que iba para la cama del ganado, el lugar de los frutales y las huertas, el monte de leña y el monte de vigas, el límite inferior del que no podían pasar los gochos, el nombre del propietario de cada castaño, la finca de los bueyes, el lugar de los caleros y el recodo del que salía la piedra fina para hacer jabón.

El Gran Atlas Universal de San Esteban se dibuja escuchando a Manolo, fijándose en el lugar donde señala su dedo, que apunta desde la atalaya a los cuatro puntos cardinales del mundo.

El mirador ahora es visitado por turistas y montañeros, pero antes, antes de tener aspecto de mirador, era la proa del pueblo, el otero al que se asomaban expectantes los niños las tardes de los días del mercado en la villa, esperando que sus madres, o sus abuelas, apareciesen por el camino que nace al fondo del valle de regreso y anticipando con los gritos de bienvenida la ilusión de que les trajeran, entre los fardos que porteaban las burras, un caramelo, una golosina o una onza de chocolate.

Todo eso ocurrió en otro tiempo, mucho antes de que sin preguntarnos cómo eran las cosas en la aldea y de cómo podrían seguir siendo, desde la ciudad se nos ocurriera cambiar los nombres y los conceptos y llamar naturaleza a lo que era campo, llamar espacio a lo que era territorio, invocar lo natural y obviar lo cultural, afirmar prejuiciosamente en el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua que los campesinos no tenían cultura y, como corolario, llamar conservar a detener, a prohibir, a paralizar en lugar de comprender que la montaña se conservaba sin parar, precisamente por lo contrario, porque no se detenía, porque los aldeanos tenían sus propios códigos normativos de regulación, apoyados en principios de acción y en límites de la misma y porque, desde varios milenios atrás, la parroquia campesina genuina de los Picos de Europa funcionaba como una compleja fábrica de biodiversidad y paisaje que combinando naturaleza y cultura convertía, sin perder un ápice de valor patrimonial, el pasto para las cabras en queso, las varillas de avellano en cestos y en garantía de conservación del bosquete, el polen en miel y en millones de nuevas flores y miles de frutos y los hayucos para los cerdos en chorizos de montanera.

La dehesa abandonada de castaños que hay un poco más allá del mirador, por el camino que sube a Tresviso, es hoy un área recreativa.

Un letrero normalizado y metalizado del parque nacional de los Picos de Europa informa con solemnidad, como si fuese un estandarte con cara de «Boletín Oficial del Estado», de todas las prohibiciones, mientras que a su vera un castaño de los de antes, a su aire, ajeno a tanta solemnidad institucional, sin darse importancia, nos dice, a los que quieran o sepan escuchar, y con sus iniciales J. V. grabadas en la corteza y deformadas por la vida, que su propietario es Juan Verdeja, que estamos en un predio comunal y en una dehesa, es decir, ante uno de los más importantes patrimonios de la cultura, el conocimiento y el saber hacer creado hace varios siglos por los campesinos, por los primeros antepasados tribales de Manolo.

Me voy de San Esteban preguntándome si esto lo saben todos los funcionarios y conservacionistas académicos y si a los jóvenes estudiantes universitarios de Biología se les instruye en el arte de mirar, tal como pedían hace más de cien años desde la Institución Libre de Enseñanza, antes que a hacer inventarios de anfibios, o de micromamíferos, y a cultivar el pensamiento sistémico para saber encajar el analítico.

Porque, a lo peor, todavía es necesario recordar algo tan obvio como que el todo es mucho más que la suma de las partes y de que no todo el conocimiento es científico, ni sale de la Universidad.