Una petición que me formuló Benito García Noriega de la editorial KRK, hace ahora diez años, tras la lectura de un trabajo publicado en LA NUEVA ESPAÑA titulado «Media docena de propuestas para la aldea del siglo XXI» -con el que acababa de ganar un premio de ensayo breve- y un encuentro casual, en diciembre del año 2010, con un verso de Ángel González leído durante una estancia en Burdeos -No merece la pena./ Será mejor volver a casa / y empezar a pensar por nuestra cuenta-, constituyen los dos hitos que enmarcan el principio y el fin de este libro.

Al regreso de Burdeos empecé a escribir. El título, «La casa de mi padre», lo tomé prestado de un poema de Gabriel Aresti que descubrí en un diario de Navarra utilizado, también como título, en una emotiva carta de un pastor roncalés que defendía contra viento y marea su modo de vida en el Pirineo.

Así pues, iban confluyendo influencias y referencias para dar forma a aquella lejana propuesta de Benito: escribir un libro para explicar cómo y por qué razón se hace imprescindible rehabilitar las lógicas campesinas de manejo del territorio para integrarlas en la moderna sociedad contemporánea que se dice a sí misma del conocimiento.

La idea central de la tesis, el eje sobre el que gira el argumento, es una historia común en esta tierra de emigrantes. Recrea la vida de cientos de miles de campesinos españoles reconvertidos a obreros industriales y de sus hijos nacidos ya en la ciudad.

El protagonista, Gerard Enterría, es un ingeniero de sistemas francés hijo de un campesino asturiano emigrado a Burdeos en los años sesenta del pasado siglo XX. Tras la muerte de su padre se enfrenta al compromiso adquirido con él: no abandonar a su suerte la casa familiar, el eslabón fundamental de su linaje, lo único que, según su padre, «puede mantener a los Enterría con los pies en la tierra». Gerard regresa a su aldea -San Esteban de Cuñaba, en los Picos de Europa- para dar respuesta al requerimiento de su padre y acabará por implicarse en la formulación de una teoría sobre economía campesina posindustrial y por diseñar un plan de acción y un prototipo para tratar de evitar lo que parece, sólo parece, inevitable: que desaparezcan de nuestra memoria los miles de casas, pueblos, aldeas, tierras y montañas de los que salieron emigrados nuestros padres para buscarnos un futuro mejor. Los distintos enfoques utilizados en el libro hacen que su lectura pueda ser abordaba de varias maneras y por diferentes lectores.

Entre otros -además de por profesionales, políticos o estudiantes interesados en el mundo de los campesinos y el desarrollo rural- por aquellos que hayan vivido una situación parecida a los protagonistas: emigrantes al extranjero que hayan visto cómo sus hijos se volvieron urbanos, cosmopolitas y ajenos a las culturas cosidas a la tierra.

La emigración a partir de la segunda mitad del siglo XX será radicalmente diferente de las anteriores pues supone, de facto, la ruptura de las sociedades campesinas con el entorno. Hasta entonces, la emigración de uno o varios miembros de la familia venía siendo práctica habitual como estrategia de la casa para la capitalización de la hacienda y la mejora de la explotación agraria. Se emigraba casi siempre pensando en regresar.

Por el contrario, la emigración a los centros industriales de los años sesenta significaría la deserción del campo y con ella la liquidación del modelo campesino preindustrial. Un viaje sin retorno, la renuncia irreversible. No se emigraba para enviar dinero a la aldea, se emigraba para construir una nueva vida en la ciudad como única opción posible. Se emigraba para no volver.

El padre de Gerard, sin embargo, se va a rebelar contra ese destino. No está dispuesto a asumir el final de su modo de vida por mucho que la suya propia esté ya irremediablemente encadenada a la fregona que pasa día tras día por el aeropuerto de Burdeos. Y para dar esa batalla necesita a su hijo, un ingeniero de sistemas que trabaja en Renault en el diseño del nuevo coche eléctrico.

El diálogo y la alianza entre ambos se mueven en los distintos planos temporales de la memoria, comenzando exactamente el mismo día que fallece el padre. Sin embargo, el regreso de Gerard a la aldea no será un salto al vacío: allí le espera su tío Manolo Corces -en la ficción literaria hermano de su madre, en la realidad actual alcalde de barrio de San Esteban- con el que va a rememorar una página más de las exitosas alianzas entre la técnica y la ciencia, venidas del exterior, y el conocimiento local, vernáculo, oral y genuino nacido en el interior y del que Manolo es un insigne representante.

A lo Hillary y Tenzing, a lo marqués de Villaviciosa y el Cainejo, a lo Dersu Uzala y el capitán Arseniev, pero sin las distancias que imponían entre ellos las distintas clases sociales e intenciones, Manolo y Gerard, Corces y Enterría, de la misma familia, con la misma raíz, con el mismo objetivo, uno pastor de cabras el otro diseñador de coches eléctricos, van a conseguir entenderse y fusionar sus conocimientos hasta formular una nueva aleación posindustrial, una nueva forma de pensar y actuar, con la que los campesinos del siglo XXI -los ecocultores- podrán ponerse el mundo por montera.

El encuentro entre Manolo y Gerard provoca no sólo una transformación en los personajes sino también un cambio en el relato. El ensayo novelado empieza a tener menos de novela y más de ensayo hasta que, al final, en los últimos capítulos el libro pierde interés para los lectores de novela y lo gana para aquellos que nos estamos breando en la batalla por evitar el abandono de los pueblos. El Gerard que ya ha crecido como nuevo campesino tras varios meses en San Esteban combina sus nuevos conocimientos con las lógicas más avanzadas de su pensamiento ingenieril y se lanza al diseño de una teoría y un prototipo de aldea campesina posindustrial. A esas alturas el libro, que empezó siendo novela, es ya un manual en toda regla.

Los lectores generalistas pueden hacer un bypass -por lo demás término ingenieril donde los haya- y retomar la lectura al final, saltándose los capítulos más metodológicos, y más propios de un manual, en los que se construyen la teoría y el prototipo campesino del siglo XXI. En cambio, los lectores interesados en el desarrollo rural, y especialmente los estudiantes y los políticos, tienen la obligación de leer, discutir, rebatir, entender y criticar estos capítulos pues en ellos está la esencia de la propuesta: la aspiración inédita y aparentemente utópica por construir una sociedad campesina moderna e inserta en la actual sociedad urbana y cosmopolita.

Cuando parecía que ya no había más posibilidades para el relato, y antes de entregárselo al editor, se lo di a leer al guionista y director de cine Tom Fernández, con el que desde hace un tiempo exploro e investigo sobre las relaciones entre el lenguaje cinematográfico y los territorios de naturaleza campesina. A Tom se le ocurrió realizar un avance sobre las posibilidades cinematográficas de «La casa de mi padre». Ese trabajo, convertido en apuntes de storyboard y en guiones de algunas escenas, se incluye a modo de apéndice. Gracias a ello el libro, lejos de terminar, empieza de nuevo como una imaginativa propuesta para lectores aficionados al cine o interesados por los mecanismos de creación cinematográfica.

Por si fuera poco, «La casa de mi padre» rompe con una de las reglas establecidas, casi como un axioma, de cualquier proceso de creación literaria nacido para moverse en el mercado: definir previamente el destinatario, el público potencialmente interesado en el proyecto.

No sé a día de hoy, a las puertas de su presentación, a quién pueda interesar no ya el libro sino las elucubraciones y desvelos de Gerard y Manolo por evitar que se pierda la esencia de lo que fuimos, sin tener que convertirnos de nuevo en lo que fuimos. Por retomar la relación con una forma de vida que conectaba con la tierra, el Sol y las estaciones, sin perder con ello la confortabilidad del mundo moderno.

En cualquier caso, espero que el libro además de a Benito, Manolo, Gerard, Tom y a mí les interese a cuantos más ciudadanos mejor no tanto por razones comerciales, que también, sino porque sin el compromiso de los que vivimos en la ciudad no habrá futuro para aquellos que quieran vivir en los hermosos territorios de naturaleza campesina de nuestro país.