Actividad clave durante buena parte de la historia regional, a lo largo de la Prehistoria las operaciones cinegéticas se irían centrando en las especies más rentables y susceptibles por su biomasa de un aprovechamiento extensivo, al menos en ciertas épocas del año. Existiría, en este sentido, una clara tendencia hacia los herbívoros de tamaño medio y con mayor estabilidad dentro de un área. El ciervo, atendiendo a estas premisas, representaba la especie más adecuada por su beneficio en alimento, piel y asta, y no será infrecuente que en el registro arqueológico abunden animales jóvenes asociados a las manadas de hembras. Se trata de piezas fáciles de capturar y cuya presencia desecha la idea de que se tratase de una actividad indiscriminada y apunta más bien a que se tratase de una práctica selectiva. Se constata también el caso de cazas especializadas como las del rebeco y del corzo, según las características del terreno. Además, para piezas pequeñas como conejos, liebres o algunos pequeños carnívoros se puede suponer que se procediese a la fabricación de trampas.

Sería durante las épocas de glaciaciones cuando la explotación de los recursos del bosque iría en aumento en detrimento de los costeros, y la relevancia de la caza, a la sazón, ha quedado lo suficientemente representada en el arte parietal; siendo los principales temas representados el ciervo, el caballo, la cabra, el rebeco, los peces, los jabalíes, el corzo, el gamo y las focas -asimismo, se cazaban el reno, el uro, el bisonte y el mamut, especies que episódicamente se adentraban en la cornisa cantábrica en los momentos puntuales de recrudecimiento glacial-. El venado, al que se ha hecho alusión, representa más del 30 por ciento del total de las figuras representadas, seguido del caballo, del bisonte y del uro. El resto de especies aparece de modo esporádico, y también se recoge de forma anecdótica la caza del león, del leopardo, de osos y del lobo.

No cabe duda de que la base económica de las comunidades prehistóricas radicaba, pues, en la caza; actividad que adquiriría un indudable impulso con la disponibilidad de instrumentos ofensivos como los propulsores, las azagayas, los arpones y, posteriormente, el arco. A lo largo del Solutrense y del Magdaleniense, el grado de perfección alcanzado en la explotación de los recursos naturales permitió el asentamiento de verdaderas organizaciones sociales de cazadores-recolectores apenas apuntadas antes. El Paleolítico constituiría, de este modo, el gran período de la caza, elaborándose en su transcurso un numeroso y variado equipo de proyectiles de piedra y hueso. Se debe reseñar la importancia que en esta época revestirían materiales como la piel y el cuero, que proporcionaban la vestimenta, y el hueso -sobre todo el asta- para fabricar utensilios, herramientas y armas. A tenor de estas nuevas necesidades se explicaría la captura de piezas como el zorro o el lince, piezas poco aprovechables a no ser por su apreciada piel. Nada era desaprovechado, en efecto, y los huesos menos valiosos eran fracturados para obtener de ellos la médula.

A lo largo del Neolítico las puntas y las armaduras de flechas encontradas en varias sepulturas, al margen de su utilidad bélica, se puede suponer que se destinarían a la obtención de los cuantiosos recursos faunísticos existentes. Dadas las características geoclimáticas de la región, con una elevada presencia de grandes masas de bosque atlántico, su oferta cinegética no sería para nada desaprovechada, manteniéndose y prolongándose, sin duda, muchas formas de vida anteriores.

Ya en época castreña, con el desarrollo de una agricultura que paulatinamente se iría asentando, la práctica de actividades venatorias descendería de modo visible, y los vestigios de especies de caza en los castros excavados representan un pequeño porcentaje del total de los restos óseos. Se constata, en cualquier caso, la presencia del jabalí, del corzo y del ciervo, y todo apunta a que la actividad se iría configurando como una práctica social a tenor del nuevo contexto, constituyendo un mero complemento desde el punto de vista dietético. Durante el período romano, qué duda cabe, la caza suponía una de las actividades lúdicas que gozaba de un mayor predicamento. El legado legionario de León que dedicó la lápida votiva a Diana enumeraba las piezas que era habitual cobrar: cabras, ciervos, jabalíes y caballos salvajes. La arqueología ratifica la información ofrecida por el resto de la documentación y el registro óseo, acompañado de puntas de lanza de bronce y hierro, de numerosos yacimientos así lo pone de relieve.