Sin duda alguna, la práctica cinegética que gozó de mayor predicamento en Asturias fue la caza del oso. Parece ser que, desde tiempos remotos, los próceres asturianos fueron aficionados a capturar dicho plantígrado, estando éste considerado desde siempre como el mayor de los trofeos. El gran peligro que suponía su persecución, en efecto, hacía que fuese ésta una pieza mitificada, rodeada de leyendas e imágenes heroicas. El ejemplo de Favila es bien sabido, pero se destaca este arte venatorio además en obras como el famoso Libro de la Montería de Alfonso XI. Aficionados a tales lides fueron Gonzalo Peláez, Rodrigo Álvarez de las Asturias, Diego Menéndez Valdés (merino de Juan II), Gonzalo Bernáldez de Quirós, los Pidal o el marqués de Campo-Sagrado. Pero quienes verdaderamente destacaron en esta peligrosa tarea fueron los cazadores de extracción popular como el Mudín de la Reguera, Xuacón de Santiago, Toribión de Llanos o Xuanón de Cabañaquinta. Este último, de nombre real Juan Díaz-Faes (1821-1894), fue guerrillero carlista y asiduo participante en las cacerías del marqués de Campo-Sagrado, siendo amigo personal de los generales Prim, Ros y Olano, así como de Alejandro Pidal. Alfonso XII le regaló una escopeta de su armero real.

Antes de la generalización de las armas de fuego, parece ser que las monterías de osos se hacían en campo abierto, persiguiéndose a la bestia con sabuesos y lebreles hasta llegar los monteros que le acometían en escuadrón acabándole con los venablos. Otra modalidad de gran predicamento fue el cuerpo a cuerpo, y parece ser que muchos nobles asturianos se deleitaron con esta práctica a lo largo de los siglos. Se podía buscar una cueva e intentar sacarlo y, en el momento en el que el animal se abalanzaba sobre ellos, le arrojaban el capotillo a los ojos, espetándoles una lanza en el pecho y metiendo la cabeza entre los brazos del animal, de modo que aquel no pudiese alcanzarlos con las garras o las fauces. Amén del monarca astur, otros nobles como Sancho Fernández, hijo del rey Fernando de León, perdieron la vida a manos de una de estas fieras.

Más allá de estas dimensiones de tinte épico, y desde un punto de vista mucho más terrenal, se debe señalar que la piel del oso gozaba de una muy alta cotización para alfombras, adornos, monturas y prendas de abrigo; al igual que su grasa (el untu) muy apreciada por sus cualidades curativas, especialmente en el tratamiento de las afecciones reumáticas. Todo ello al margen de las ya señaladas recompensas con que las autoridades premiaban la eliminación de un elemento que causaba daños en ganados (aunque no de modo muy frecuente), cultivos y, de modo especial, en las colmenas. Lo que no gozaba de gran estima era la carne de este animal, descrita habitualmente como blanda, oscura y algo dulce.

La época de caza se alargaba de septiembre a febrero, y a veces se utilizaban fosos y trampas de arrojar piedras. De todos modos, a lo largo del siglo XIX, ya mermado el contingente animal, esta vertiente utilitaria de la caza del oso iría en franco detrimento a favor de otra meramente lucrativa, y las capturas ya no serían recompensadas.

En la región, como se ha apuntado, existió una extensa nómina de cazadores míticos tales como Luis Faes, El Corsario, que dio muerte a 67 osos; Francisco Hortal (70 osos); el mencionado Xuanón de Cabañaquinta; Juan de Tarna; Luis de Llanos; Pedro Arias y su hermano Joaquín, párroco de San Miguel de la Plaza; Manuel Álvarez El cazador (mató a 48 y murió entre las garras de uno); José Díaz (el valiente); Francisco Garrido de Somiedo (66 osos -otras fuentes hablan de 80, muchos de ellos a cuchillo- y 250 lobos); Manolón de Rita; José Francos; o Mingón García. Antes de éstos, fue legendario el Cazador de Caleao, llamado por Carlos IV a sus monterías.