Le Castellet (Francia),

José B. PINO

La jornada de pruebas de Renault F1 en el circuito Paul Ricard se presentaba interesante. El día era primaveral y nada hacía presagiar la tormenta que llegaría por la tarde, justo al iniciar el tercer giro con el monstruo de 780 caballos. Para probar el imponente monoplaza se utilizó el trazado corto del circuito Paul Ricard, que tiene 3.847 metros. En total, once curvas, dos de ellas lentas y el resto, de tipo medio o rápido.

Tras un minucioso y efectivo proceso de aprendizaje que incluyó, además de la formación teórica, más de una decena de vueltas con el Fórmula Renault de casi 200 caballos, pasamos a instalarnos en el interior del F1.

Si de por sí todo es complicado y diferente en este particular mundo, intentar subirse a uno de estos coches aún lo es más. Sin ayudas externas, sería casi imposible. Vestido de Alonso, mono ignífugo, casco y botines, te diriges al monoplaza. Introducirse en el cockpit, sentarse en el baquet, meter las piernas por el túnel de seguridad que existe bajo el volante, es una maniobra propia de contorsionistas. Más todavía en un coche diseñado para la altura y el peso concreto de un piloto. Meter los pies y las piernas bajo el volante da respeto, sensación de agobio, de ir comprimido, pero a la vez seguridad, en una célula que protege al límite. El paso siguiente, una vez tirado casi a la larga, es atarte los seis puntos del cinturón (arnés) de seguridad, maniobra en la que colaboran dos personas, mientras una tercera coloca el volante. Estás dentro.

Queda el espacio justo para mover un poco los brazos y manejar pulsadores, rotores y manetas de cambio y embrague con los dedos. Aquello no da para más. Tras el curso acelerado de formación al que fui sometido horas antes, ya sabía algunas cosas. Arrancarán el motor con ayuda exterior.

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