Hay personas que creen que el mejor modo de enfrentarse a las balas es pasar a su lado, de puntillas, procurando hacer el menor ruido posible, no sea que aumenten su potencia; mientras que otras, por el contrario, están convencidas de que los cazadores, aun los mejor pertrechados, deben respetar unas reglas de juego antes de apretar el gatillo.

Para las primeras, es decir, para los partidarios del paso corto, del dedo en la boca para no asustar a nadie, de la dilación como mejor táctica, y también para las segundas, aquellos que creen que el equilibrio natural les pertenece por herencia sagrada, el ejemplo de los trabajadores de Vesuvius ha sido la mejor muestra de que entre el blanco y el negro hay muchas tonalidades, pero que en la bandera de los trabajadores ha de lucir siempre el color de la resistencia.

Cierto es que vivimos en un bosque escasamente nutritivo, en el que abundan plantas que crecen en contra de la luz, y árboles que se elevan en el aire, en lugar de asentar sus raíces en suelo firme; pero no es menos verdad que hace años, en ese mismo bosque, había un tallo vigoroso, que se expresaba con una frase corta pero convincente, un brote lleno de energía y de enjundiosa luz: «La lucha siempre paga».

Convencidos de que ese era el mejor de los caminos para allanar todas las dificultades, los trabajadores langreanos se opusieron a los intentos de desmontes empresariales, a las siegas que pretendían recortar plantillas, a los tiroteos de cuantos cazadores estaban dispuestos, aprovechando la oscuridad de la época, a cobrarse el mayor número de piezas posibles.

Si por algo destaca hoy nuestro Langreo es, sobre todo, porque sus calles son el resultado de tantos esfuerzos anónimos y de tantos sacrificios colectivos hechos en nombre de la clase trabajadora. Las luchas de Duro-Felguera o de la minería, entre otras, por citar algunas de las más emblemáticas, forman parte de cada trozo de nuestra ciudad. Detrás de un paisaje luminoso, de una fulgente arboleda, de las titilantes orillas del río Nalón, surge siempre el nombre de un orfebre metalúrgico o de un arriscado picador que lanzó la primera piedra a favor de una modernidad democrática.

Es fácil que a algunos la historia de nuestro valle se les escape entre culetes de sidra y penaltis en el último minuto, pero no es menos verdad que otros, y en este caso los trabajadores de Vesuvius, no olvidan que, a fin de cuentas, «la vida cobra sentido cuando se hace de ella una aspiración a no renunciar a nada». (Ortega y Gasset).

De ahí que, en el actual paisaje de luces y de sombras que cubre nuestro territorio, la ejemplar lucha de los trabajadores de Vesuvius signifique escribir unos renglones llenos de alentador optimismo.

Es cierto que aún quedan muchos flancos que cubrir y muchas dudas que despejar -el plan social para Vesuvius, que contempla el despido de 22 trabajadores y un nuevo ERE, no es, precisamente, una oferta de fácil digestión-. Sin embargo, resulta obligado, en esta coyuntura, confiar en los trabajadores de Vesuvius, que, con la ayuda sindical, institucional y de un pueblo acostumbrado a superar dificultades, sabrán, a buen seguro, encontrar las soluciones más satisfactorias para conseguir que la empresa -y no olvidemos que, en este caso, el problema de Vesuvius nos afecta a todos- continúe adelante. Ánimo.