Pasan los años, pasamos de un siglo a otro, y en ese tiempo conocí gentes que nacieron y vivieron en el XX, personas y personajes de diversa condición y profesión, pobres y ricos, ilustrados y zopencos, artistas y amanuenses, deportistas y vagos, listos e inteligentes, avispados y duros de mollera?, todos tuvieron siempre la oportunidad de pertenecer a un grupo, barrio o colonia, y de ellos emanó algo tan importante como la amistad. Es curioso, sin embargo, hasta dónde fue a parar semejante concepto que, sin serlo porque el movimiento se demuestra andando, yo entiendo que fue degenerando tal unión personal, ese arraigo tan humano que, incluso, se notaba en el mismo inmueble donde se vivía. Hoy hay gente que no se saluda ni en el ascensor, que tan siquiera le gusta hablar del tiempo que es lo más en uso en esos diez o veinte segundos que dura el recorrido vertical. De aquella, si alguna desgracia ocurría, allí acudía como una flecha el vecino del 4º derecha, la del 6º izquierda. que parecía enterarse de todo, era la encargada de dar la voz de alarma al resto; aquel servicial portero?, todo era una piña y cada uno se ocupaba de las tareas domésticas de quién padecía tal infortunio. ¿Eran amigos? Yo creo que no, más bien solidarios.

Conservo unas cartas entre los años 1930 al 40 entre personas que, entendía yo y como siempre se dijo tal definición, eran «amigos íntimos» y se trataban de usted, con un respeto que daba gusto de cómo se desarrollaba su afabilidad. En las despedidas eso de enviarse un abrazo no era cosa extendida, sustituyéndose con frases agradables de «suyo afectísimo», «seguro servidor que estrecha su mano» y, comercialmente, lo normal era aquello de «atentamente». Si se dirigía a una jerarquía eclesiástica, lo adecuado era «Respetuosamente». Pues no. Hoy lanzamos con facilidad abrazos y besos por doquier y la siempre vieja fórmula en un escrito oficial, como la de «Guarde Dios muchos años», eso ni se conoce. Claro, este rancio que suscribe se ha quedado pero que muy atrás y, como ya me he ido por las ramas, debo volver al tronco de la amistad.

En su vigésima tercera edición del diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, aún sin salir a la calle, pero sí se puede consultar por internet, las acepciones que arrastra tal adjetivo son variadas y, no por conveniencia propia, hay una en el apartado 5º que aclara coloquialmente: «como tratamiento afectuoso, aunque no haya propiamente amistad». Así que, eso que antes entendimos como algo de arraigo especial, ahora ha quedado en «ná» y a mí me desilusiona. Allá por dónde pasé, siempre tuve uno, dos o media docena de amigos que siempre definimos como íntimos, contábamos las cosas, pedíamos consejo, nos echaba una mano cuando lo precisábamos, es decir, que «siempre estuvo allí para lo que fuese». Hoy creo que no es así. Dicha Academia de la Lengua no lo define, pero yo sí me permito añadir el término «amiguete», con el que sí llegamos a tomar una cerveza, nos presta las pinzas de la batería para arrancar el coche, pero no se crean que mucho más. Cada uno va a lo suyo y, como la frase torera, «suerte, maestro». Bueno, está mejor el título del ya antiguo y famoso libro de Álvaro de la Iglesia: «Dios le ampare imbécil». Usted si tiene un amigo, cuídele, dele de comer y hasta techo si ha menester: no lo suelte por nada del mundo. No tiene precio.