Los escritores que deciden construir un mundo personal a través de la ficción, necesitan, entre otros importantes útiles de trabajo (la fantasía es uno de ellos), crear un puente que sirva para enlazar sus intenciones con los logros que se intentan conseguir. En muchas ocasiones, la mala elección de ese punto de partida puede llegar a ser el motivo del fracaso, sin que falten, naturalmente, otros momentos en los que, a pesar de que sea bueno el material de arranque, la aventura acabe yéndose al traste.

Hace unos días, y siguiendo uno de tantos ejemplos disponibles en las recetas al uso (saber enlazar dos asociaciones que, en un principio, parezca que no tienen ninguna similitud: un peine que se encuentra en un desierto, pongo por caso), intente reflexionar sobre los cables literarios que podrían poner en común la pérdida de un entrenador como Preciado en el Sporting, con la pena que manifestaba el presidente del Banco Santander, Emilio Botín, por la caída de un 35% menos en las ganancias de su empresa (5.351 millones de nada).

Confieso que acometí la tarea con el mayor entusiasmo, y que, previamente, me había prometido no caer en prejuicios de ningún tipo. Soy un seguidor sportinguista, lo mismo que de Manolo, y me parece que el despido del técnico pone en evidencia la falta de sensatez de quienes rigen los destinos del club (y de casi todos, añadiría). Del mismo modo, reconozco que no me resultan simpáticos esos señores que dirigen las grandes bancas, cuya finalidad, a la postre, no es otra que embolsarse el mayor dinero posible (que procede de nuestros bolsillos, naturalmente). De todos modos, me ilusionaba ese reto y, además, contaba con un factor a mi favor: ambos son cántabros, lo que añadía un toque marino a la historia.

Sin embargo, según transcurrían las horas, notaba que mis dificultaban iban en aumento. Intentaba meterme en la piel de Botín, siendo Manolo, sin conseguirlo, pero aún era peor cuando era el banquero quien tenía que mudarse en un trabajador como Preciado. Más allá de ciertas relaciones afectuosas, derivadas de su vecindad, no conseguía enlazar dos realidades tan distintas. A veces, lograba que Manolo entrara en el despacho de dirección del banco, ataviado con un traje de paño fino y una corbata chillona, pero, al rato, notaba que no se encontraba a gusto y que aprovechaba la menor excusa para despojarse de esas prendas. Cuando era Botín, enfundado en un humilde chándal, quien bajaba al terreno de juego a dirigir los entrenamientos, no tardaba en sudar copiosamente, lo que denotaba a las claras su falta de contacto con el barro.

Al día de hoy, aún no tengo claro el motivo por el que se malogró la historia. A veces, creo que se haya debido a un mal día, algo lógico, por otra parte; mientras que, en otras ocasiones, opino que no utilicé un buen punto de partida: perdido en un afán voluntarista, quizás haya olvidado que 5.351 millones son una cantidad que no estoy acostumbrado a utilizar, ni siquiera en mis mejores fantasías. Además, me falla el perfil sociológico de los personajes, pues, mientras no me cuesta trabajo adjudicarle a Manolo un perfil moderno, no puedo evitar ver a Botín como un señor feudal, a medio camino entre las catedrales góticas y los colmillos de Drácula. Tal vez, a la postre, todo consista en recordar la frase de De Sanctis: «La literatura es el eco y el reflejo de la vida».