Me sigo viendo descolocado con las primeras comuniones. El cambio ha sido espectacular, tanto desde las familias como desde la Iglesia, que ha modificado normas de obligado cumplimiento cuya rigidez resultaba grotesca. Cuando yo hice la primera comunión, recuerdo como si fuera hoy a una compañera a la que no se le permitió comulgar porque pasadas las doce de la noche cometió un pecado mortal. Se despertó en la noche con la boca seca y con muy buen criterio saltó de la cama y bebió un «papadín» de agua. Cuando aquello regía la norma inviolable de que para comulgar no se podía comer ni beber desde las doce de la noche del día anterior. Y nada digamos ya de la celebración del día. Antes nos juntábamos los del barrio a la hora de la merienda para disfrutar con una taza de chocolate y un pedazo de bizcochón para mojar. Incluso cuando bajaba el chocolate le íbamos añadiendo leche para que aquel placer se prolongara con el moje.