Gijón, J. C. GEA

Javier Soto piensa en su obra de los últimos tres años como en un río desatado. Un caudal de aguas rápidas y bravas que arrastra, semidiluído en pintura, diverso y disparejo, buena parte de lo que ha ido viviendo con la misma torrencialidad en lugares tan distintos como Bilbao, la ciudad donde estudió; Navia, la villa donde ha vivido la mayor parte de sus 35 años; y Los Ángeles, ciudad en la que ha residido recientemente durante un tiempo. Aunque cauce abajo van también recuerdos y experiencias que provienen de mucho antes y de más adentro, del lugar donde brotan las aguas oscuras y subterráneas de la infancia y la memoria. Todo ello explica que haya titulado «El río de la rabia» -mejor si se escribe todo junto, como él mismo lo hace: «elríodelarabia»- la exposición que inauguró hace unos días en la galería ATM Contemporary/Altamira, a modo de preámbulo de un ambicioso proyecto que desarrollará a partir de esta semana en ATM Naves, el gran espacio de la galería en las afueras de la ciudad. Un doble desembarco que contribuirá a dar a conocer una obra que, a pesar del ya denso currículo de Soto, aún no ha sido demasiado divulgada en Asturias.

La obra que cuelga Soto en la pequeña sala de la calle de la Merced es escasa, pero también intensa y variada. Y, en efecto, parece estar furiosamente pintada con una plena confianza en la capacidad de la pintura para enjuagar el interior de una mente que se adivina ávida y expulsar lo que hay en ella hacia el exterior. «La base de mi manera de pintar es la sinceridad. Ser sincero conmigo mismo y con el mundo», explica Soto, quien espera «encontrar quizá así la manera de que un discurso personal e individualista se convierta en algo colectivo».

Toda la obra que navega en «El río de la rabia» procede de ese drenaje de materiales de un mundo mental que se exhibe ante un espectador que adivina el origen autobiográfico de lo que está viendo, pero que no disponde claves para interpretarlo. Se trata invariablemente de paisajes o de naturalezas muertas pobladas por una iconografía compuesta por híbridos de animales o cuerpos viviseccionados en mitad de una pintura que a veces es ligera y muy líquida y otras se funde con el «collage» o materias como la arena o las flores secas. Las evocaciones son a veces profundamente líricas, otras inquietantes y crudas, y remiten a una extensa tradición de la pintura, desde los frescos romanos hasta la pintura surrealista o la figuración más contemporánea, pero tienen en común que en ningún caso admiten una interpretación rígida.

«Tampoco importa que se tengan esas claves, porque para mí mismo los símbolos no están claros y van surgiendo con la propia pintura. Construyo sobre el terreno. Si en un momento dado, una mancha me sugiere una sepia o un pájaro, los pinto porque sé que esos animales tienen que ver de algún modo conmigo y con las cosas que recuerdo o que hay en mi mente. Cuando lo psíquico trabaja, yo no necesito ninguna formalización previa», comenta Javier Soto.

Esa dinámica mental, que el pintor describe como «impulsiva», cuadra con una obra que, por lo que respecta al propio autor, parece materializar un extrañamiento de su propia memoria y que, en cuanto al método, prescinde del dibujo para zambullirse directamente en la pintura. O, más bien, pintar con la inmediatez del dibujo: dibujar con la pintura. «Aparte de que me supondría mucho desgaste, el dibujo es muy tramposo, puede acabar en un ejercicio puramente técnico y eso acaba con la sinceridad que me interesa», agrega el artista naviego.

Y en este caso, se puede escribir «artista» sin miedo a las reservas que otros creadores plásticos le guardan a este concepto. «No soy un profesional del arte, sino un artista; no quiero tenerlo todo claro y cerrado con 35 años», afirma Javier Soto. «Para eso», añade, «me hubiera hecho banquero o funcionario». Y por eso el espectador de «El río de la rabia» tiene la sensación de estar contemplando no uno, sino varios caudales que parecen correr por una misma vertiente.