De todos mis años de estudiante en Boal recuerdo con especial nostalgia el curso del 98, por dos motivos. Primero, porque fue mi último año de estudiante en Boal (nunca más volvería a subir el Caleyón da Barandúa con la carpeta forrada de recortes de la Super Pop y los libros bajo el brazo); y segundo, por los agitados acontecimientos que se desarrollaron entonces. Mis compañeros de clase y yo acabábamos de regresar de un viaje de estudios cuando nos asaltó la terrible noticia: el Ministerio de Educación quería cerrarnos el Instituto. La noticia cayó como un jarro de agua fría en el municipio y los días que siguieron a la mala nueva fueron convulsos (mucho), pero también ilusionantes. Recuerdo un pueblo unido como nunca antes (cierto es que mi memoria histórica tiene una trayectoria escasa) y un movimiento sólido frente a la injusticia. A las concentraciones a las puertas del Consistorio siguieron manifestaciones en la capital y un sonado encierro en el comedor del instituto que duró varios días: el pueblo entero se lió la manta a la cabeza (literal) y clamó contra aquel atraco. Nuestras proclamas no eran muy originales, lo admito («¡Manos arriba, esto es un atraco, nos quieren robar el Bachillerato!»), pero surtieron el efecto que tenían que surtir. Ayer estuve repasando recortes de prensa de la época y pienso que de pocas cosas en la vida me siento tan orgullosa como de aquella lucha: en el Instituto de Boal me enseñaron que las personas primero somos personas, y después del lugar donde hemos nacido. Doce años después, un Gobierno de distinto color al del 98 nos advierte de que la prórroga se ha terminado y el curso que viene no habrá Bachillerato en Boal. ¿Saben cuántos alumnos hacíamos ciencias sociales en el último curso del 98? Sólo trece. Las cosas tampoco son tan diferentes ahora. Cuesta horrores mantener esas cifras en un lugar donde las oportunidades no hay que buscarlas, sino inventarlas. Además, es preciso hacer una lectura global del problema, que sí, afecta a los diecisiete alumnos que cursarán Bachillerato el próximo curso, pero también a toda una comarca rural cada vez más deprimida. La educación, en los pueblos, no se puede medir por ratios de alumnos; en el medio rural caben todas las excepciones. Si a Illano y a Boal les quitan sus niños, ¿qué les queda? No les den más motivos para marcharse a los supervivientes que han tomado la decisión de quedarse. Mantener el Bachillerato en Boal es la medida más realista para fijar población; aplíquenla y no nos vendan más milongas ni monocultivos eólicos. Tragamos con no tener cobertura móvil, ni banda ancha, ni buenas carreteras, ni siquiera transporte público. Pero si se llevan a los niños no me cabe duda de que esos señores que resuelven con el envío de un fax un asunto tan delicado como el que nos ocupa se encontrarán con todo un pueblo enfrente, mi pueblo. Ahí va mi fax de respuesta: el espíritu del 98 ha vuelto (y yo estoy con él).