Tapia de Casariego

A Carmen Pereiro Caamaño sus ojos ya no le permiten mostrar la destreza de antaño en el control de los bolillos, pero no por ello ha dejado de coser. Ahora, con noventa y seis años, descansa en su casa de Tapia y se entretiene bordando manteles con flores y colores vistosos. «Es lo que me gusta, que sea alegre», apunta.

Presentada como Carmen Pereiro Caamaño es probable que pocos la conozcan, pero llamándola «a puntilleira» se despejan dudas. Natural de Puente del Puerto, en el concejo gallego de Camariñas, el encaje ha sido desde siempre su pasión. No pudo nacer en mejor lugar, ya que este municipio gallego es popularmente conocido por la fama de sus palilleiras. Esa fama la exportó Carmen hasta Tapia cuando en la década de los cincuenta comenzó a vender encajes por toda la comarca.

Los orígenes de esta gallega, que se siente asturiana y sobre todo tapiega, son de lo más variado. Su bisabuelo materno vino de Polonia y prosperó vendiendo telas en Madrid, mientras que su bisabuelo paterno hizo el viaje hasta Galicia desde Perú para hacer lápidas de piedra. También su padre fue emigrante cubano y pasó estancias en Rusia. Y la propia Carmen estaba dispuesta a marcharse para ganarse la vida como asistenta en Inglaterra, aunque luego se echó a atrás.

Esto quedó para siempre grabada en su carnet, donde figura como fecha de nacimiento el año de 1917 en lugar de 1914. «Iba a ir a Londres a trabajar en la limpieza y me dijeron que cuanto más joven la mujer tenía más fácil conseguir un contrato, por eso mentí en la edad del carnet», precisa. Al final fue el médico quien le desaconsejó marchar, ya que su alergia podría empeorar en contacto con los productos de limpieza.

Carmen fue la séptima de nueve hermanos y fue a la escuela para aprender a leer y escribir. Pero sobre todo trabajó con el ganado, lavando ropa y haciendo todo tipo de labores. A su madre y también a una vecina, a la que se refiere como Carmen de Lema, debe su iniciación al encaje, aunque su destreza le hizo destacar pronto en este arte. «Mamá sabía manejar los bolillos de primera, pero a mí no me gustaba mucho que me enseñara ella porque me tiraba de la melena si no me concentraba».

Su madre se murió muy joven por lo que le tocó trabajar duro para salir adelante. Se casó el 8 de octubre de 1936 con un vecino de unas casas cercanas que, según dice, era guapo y rubio «como la cerveza». Su boda coincidió con el estallido de la guerra así que los primeros años de casada fueron difíciles. «Lo peor vino después de la guerra, aunque siempre tuvimos que comer», apunta. No todo el mundo tuvo esa suerte y por eso, si podía, daba comida a algunas familias más necesitadas.

Recién casada dedicó la mayor parte de su tiempo al encaje. De hecho comenzó a vender piezas a un almacenista, bajo encargo: «Me pedía aplicaciones para tapetes o para sábanas, hacía un poco de todo». Con el dinero que sacaba le daba para comprar la leche para su único hijo.

El encaje era para Carmen algo más que un negocio. Tal era su pasión que muchas veces calcaba con ayuda de un papel fino las cenefas o dibujos que encontraba a su paso, ya fuera del papel de paredes o en los azulejos del suelo. Y sola, mejoró y perfeccionó la técnica que había aprendido de niña. En la década de los cincuenta a su marido, que era transportista, lo destinaron a la localidad tapiega de Porcía. Así que Carmen no se lo pensó y se mudó a Tapia. Su primera parada fue un pequeño desván que le alquiló una vendedora de pescado, conocida por todos como «La Perla».

A los tres años de estar en Tapia enviudó, así que no le quedó más remedio que volcarse en lo que mejor se le daba. Así fue como se dedicó a la venta de encajes para sobrevivir. En Tapia el encaje era toda una novedad, así que Carmen lo tuvo fácil. Aunque, precisa, sus mejores clientas eran las veraneantes y las mujeres ricas de la villa.

Tal era su ritmo de venta y encargos que se veía obligada a pedir ayuda a sus amigas en Camariñas para dar salida a los pedidos. En aquel entonces fue conocida en toda la zona, ya que se desplazaba a los mercados de Vegadeo, Ribadeo, La Caridad, Luarca y hasta llegó a Oviedo, Mieres y León. «Cogía el coche de línea con un maletín repleto de encajes y una pequeña mesa plegable con una esterilla donde colocaba todo. Iba bien cargada», precisa.

Muchas veces, completaba el viaje comprando en Ribadeo orejas o bollería, y en Vegadeo fruta que luego vendía en los barrios más pudientes de Tapia. «Me arreglaba y cogía una cestita con un mantel blanco e iba a vender la merienda». Todo era poco para sacar adelante a su hijo.

Después enfermó y poco a poco fue dejando de lado el encaje. Ahora ya no produce aunque su casa es un auténtico museo lleno de encajes, de flores y colores, como a ella le gusta.