Luarca siempre había estado entre sus destinos preferidos, pendiente de cumplir cuando la ocasión se presentase. Nuestro veraneante había conseguido la categoría de prejubilado y este año, al fin, colmaba el objetivo de conocer una localidad costera del norte de España. Había llegado a Luarca el día anterior, con el tiempo justo para maravillarse con la imagen con la que la Villa Blanca golpea la retina de quien la visita por vez primera.

Después del reparador descanso, había madrugado, no quería desperdiciar un solo instante.

Cogió la dirección de la playa. Sabía que ésta ostentaba el galardón de la Bandera Azul, la verdad que a aquella hora y con la marea alta, no pasaban de cincuenta las personas que se hallaban disfrutando de la brisa marina.

Un estruendo devolvió a la realidad al distraído veraneante: una motocicleta de la Policía Local se adentra por el paseo de la playa, a una velocidad no exagerada, pero sí excesiva dado el lugar en que nos encontramos. Transcurren un par de minutos y otra moto con otro miembro (en esta ocasión parecía ser una «miembra») de la Policía Local sigue la rueda del anterior. Pasan otros dos minutos, y en esta ocasión quien se aproxima es un coche de la Policía Nacional. El veraneante se inquieta y supone que algún incidente ha ocurrido. ¿Qué ha ocurrido? Nada. Los agentes de la autoridad, de igual manera que vinieron, se fueron. Simple, odiosa, ociosa y costosa rutina.

Nuestro personaje recupera el flujo salival, interrumpido por la situación vivida. No quiere ni pensar en el escalofrío cardiaco que le provocaría si una casualidad trajese a la playa una patrulla de la Guardia Civil.

Luarca, una villa que decrece en población, que también ve disminuir muchas de sus clásicas actividades productivas, cuenta con unas más que numerosas fuerzas de orden público.

Viviendo como estamos un momento de declive económico nacional, y puesto que hay que reducir de todas las partidas, no hay justificación lógica para vivir aquí en este estado de ocupación policial, que al visitante le trae el recuerdo, no precisamente grato, de su estancia en cierto país de Suramérica.

Este ocasional visitante de Luarca recaba la opinión de todo aquel que se le pone al alcance, y hay una conclusión casi unánime: «Hay muchos policías, pero nunca están cuando hacen falta».

Ningún residente desea que se marchen de Luarca los actuales vecinos, ni policías, ni funcionarios, ni obreros, ni empresarios, ni jóvenes, ni ancianos, ya fueron excesivos los tiempos de éxodo obligado. Pero llegada la tesitura de vernos en la obligación de elegir, seguro que se prefiere menos policías y no menos médicos o menos maestros. Es lógico.