Cedemonio (Illano)

«Me encanta recordar el pasado», advierte Magdalena Cortizo, vecina de Cedemonio y propietaria de Casa Cortizo, un bar-tienda fundado en 1948 al pie de la carretera que comunica a Navia con Grandas de Salime. «Antes todo era una miseria. Las cosas han cambiado mucho», subraya. Pero, a pesar de que la calidad de vida ha mejorado, esta mujer reconoce que el futuro está hipotecado y que son pocas las opciones que se abren para el mundo rural.

Su padre, el pontevedrés Ramiro Cortizo, llegó a Illano con lo puesto, allá por los años cuarenta del siglo pasado. Un cajón a sus espaldas, un martillo, un cincel y una piqueta; esos eran su equipaje y sus medios para subsistir. «Al igual que tantos otros, él trabajaba por aquel entonces como cantero, haciendo casas de piedra», comenta Magdalena Cortizo mientras su madre, Matilde Llano, de 83 años de edad, la observa sentada en un sofá. «Mis padres se conocieron aquí, en Cedemonio. Construyeron con sus propias manos un hogar y abrieron este comercio mixto», precisa.

«Toda una vida trabajando. Yo atendía el comercio y al ganado. Por su parte, mi marido trabajaba como maderista después de dejar el oficio de cantero», enfatiza Matilde Llano. Y añade: «Tanto trabajar para morirse mañana o pasado». «Para eso nacemos, para luchar», replica un cliente a pie del último mostrador que queda en Cedemonio. «Esta es la única cantina que funciona en el pueblo. Durante años hubo otra a escasos metros, Casa Vallía, que cerró en 1975», señala Magdalena Cortizo, toda una luchadora que afronta con ironía el día a día. «Abrimos todos los días del año, 25 horas diarias», comenta, entre risas, haciendo referencia a un cartel que cuelga de una ventana del comercio. «Nos lo dieron los de Tabacalera, son muy simpáticos», manifiesta.

Sesenta y dos años de cara al público dan para mucho. Seis décadas jalonadas por recuerdos, buenos y malos. «Ay Dios, cómo cambió la vida. Cuánta pobreza había. Cada cierto tiempo pasaban por el pueblo gitanos y otras personas pidiendo limosna. Los vecinos les daban una perrona o dos y, en ocasiones, espigas o trozos de pan "maguriento" que luego nos vendían en la tienda para dar de comer a los animales», afirma la veterana comerciante. Cada tres meses, los traperos llegaban a Cedemonio en carromatos tirados por burros y acampaban en la cuneta de la carretera. «Venían familias enteras. Los niños caminaban descalzos detrás de los carruajes. Qué duros eran aquellos críos», enfatiza Magdalena Cortizo.

Historias tristes de un pasado gris, un presente complicado y un futuro repleto de incertidumbres. «Vendemos bastante. Entre una cosa y otra se consigue seguir adelante. No queda otro remedio», señala Cortizo, a cuyo comercio acuden cada día los vecinos del pueblo y de los núcleos limítrofes, como Gio, en busca del pan, de otros comestibles, de bombonas de gas butano o de una copa de vino.

«Antes, en este comercio se recogía la leche que se producía en las ganaderías de los alrededores. Cada día se reunían más de cien litros en bidones que después eran llevados en un camión», señalan los parroquianos de «Casa Cortizo». Ahora, desde hace varios años, las compañías lecheras ya no acuden. «No les rentaba y optaron por dejar de venir», lamenta Magdalena Cortizo, cuyo hijo, César Magadán, se vio obligado a cambiar sus vacas de leche por reses destinadas a la producción de carne.

Sin embargo, la esperanza es lo último que se pierde, o eso dicen, y las puertas de Casa Cortizo siguen abiertas de par en par, tanto para propios como para extraños. Ya no hay partidas de cartas hasta las dos o las tres de la mañana en las que el vino se bebía por litros y en las que incluso había hueco para comer una tapa de callos. ¿Quién dijo que la vida en el pueblo fuese fácil? De todos modos, Magdalena Cortizo está decidida a mantener abierto su comercio, el rincón de Illano donde no se descansa.