El otro día celebramos en el pueblo de La Arquera de Salas un baile de disfraces y mis colegas de organización de la asociación de vecinos «Los Picos» me hicieron responsable, entre otros encargos, de que la juventud del botellón no nos invadiera la carpa restando un espacio vital para el público que bailaba. Al lado de la pista está el campo de fútbol, del que nos sentimos muy orgullosos porque lo hicimos a pico y pala hace ya cuarenta años y lo inauguró aquel Sporting «matagigantes» con Quini de capitán. Casi nada para un pueblo con veinte vecinos.

Todo transcurría dentro de la más absoluta normalidad porque las pandillas del botellón estaban por el campo de fútbol para tener cerca la despensa dentro de los coches que les compraron sus padres y abuelos. Pero la noche iba enfriando y a eso de las tres de la madrugada una pandilla desconocida y no controlada invadió la carpa del baile e instaló todos sus bártulos en el centro de la pista, restando un espacio vital para el baile.

Raudo como el viento, acudí al lugar del «suceso» y me encontré con unas damas, vestidas todas ellas de negro, jóvenes, algo así como que podían ser mis nietas. Les intenté hacer razonar, por las buenas aunque en un tono de voz alto, porque la música hacía casi imperceptibles las palabras, y a las primeras de cambio ya me «piropearon» llamándome de todo menos guapo, siendo esto último, totalmente justo. Creyeron que llamándome viejo me iban a sacar de mis casillas, pero como la edad, como el algodón, no engaña, pues seguí insistiendo en que retirasen las botellas y los vasos rotos porque podía herirse alguien y de ahí para arriba. Entonces la dama más aguerrida me pidió que llamase al responsable del evento porque ellas y ellos no se movían de allí. «Con lo que nos dan en casa -argumentó la que parecía más sensata- no podemos pagar las consumiciones y bastante hacemos que compramos el tinto para que nos den el hielo en la barra porque acabamos el nuestro».

Acabamos negociando la retirada del botellón del medio de la pista de baile en base a que podía resultar herido alguien con los cristales, pero la dama de negro, la portavoz autorizada, sentenció: «Pero todo esa basura que hay en el suelo la retiras tú, colega, si te da la gana». Me pareció un buen final, fui a por la escoba y el recogedor, eché la basura al contenedor y le dí la enhorabuena a la portavoz, la joven muchacha de negro, por su exquisita educación. Las ventanas de la nueva biblioteca del recién estrenado centro social colindante estaban abiertas porque era jornada de visitas. Estaba todo vacío. Los libros dormían el sueño eterno. ¡Qué paciencia hay que tener!