Figueras (Castropol)

A Consuelo Martínez, figueirense, de 85 años, se le humedecen los ojos cuando hace memoria. Le tocó vivir tiempos difíciles, de hambre y de miseria, pero supo salir adelante, con esfuerzo y con mucho arrojo. Fue vendedora de casi todo -desde harina y avellanas hasta pescado y fruta-, así que el comercio fue su profesión y gracias a él sacó adelante a su familia.

Su historia comienza en el corazón de Figueras, villa marinera por excelencia. Siendo una niña perdió a su padre -pescador de profesión- y a uno de sus nueve hermanos, así que le tocó arrimar el hombro para que su familia tuviera una oportunidad. «Mi madre quedó muy afectada y se quedó en casa, así que me tocó llevar el timón», explica.

Uno de sus primeros trabajos fue como ayudante de una comerciante figueirense conocida popularmente como Cacasena. Le echaba una mano con su puesto de venta de avellanas y fruta, sin saber que se convertiría, años después, en su sustituta. «Con el comercio empecé por necesidad, porque no había otra cosa, pero luego me gustó», relata.

Cuando no sumaba ni 15 años ya le tocaba ir caminando hasta Tapia cargada con más de 30 kilos de harina. Incluso había jornadas en las que hacía dos viajes. El primero, a primera hora de la mañana, y el segundo, por la tarde. Así que llegaba a casa entrada la noche y, muchas veces, muerta de miedo. Aunque también, incide, «había días en los que coincidía con más vecinas en Tapia y luego veníamos todas juntas, cantando; lo pasábamos bien».

El proceso de la venta de harina exigía primero comprar la materia prima y para ello cruzaba en barca la ría del Eo para adquirir el trigo en Villaselán (Ribadeo). Después lo llevaba a moler a un molino de Barres y emprendía la vuelta a Tapia. «Por los dos viajes podía sacar unas 25 o 30 pesetas al día», calcula.

Descubrió que podía compatibilizar el comercio de la harina con el de otras mercancías y se inició en la compraventa de fruta, que adquiría en los mercados de Ribadeo y Vegadeo. «La vendía por las casas o en un puesto en el muelle, donde me la compraban los marineros que marchaban a trabajar. Después, ya la gente venía a comprarla a casa». Muy pronto su hogar se convirtió en una pequeña tienda en la que adquirir todo tipo de fruta. Tenía buenos clientes en Figueras, donde había familias pudientes, como la del palacio de Trenor: «En verano me acuerdo de llevar cestadas y cestadas de fruta al palacio», comenta.

A los 22 años se casó con Paulino Fraga, a quien define como «el hombre más bueno del mundo». Juntos formaron el equipo perfecto, ya que Fraga gestionaba con su familia una lancha de pasaje en la ría -eran conocidos como «os de José Ramón»-; así que a Consuelo el oficio de su marido le servía para moverse por las riberas del Eo comprando y vendiendo mercancía. El pescado fue uno de sus productos estrella. «Vendía todo lo que podía, lo que menos, las almejas, porque se ganaba menos con ellas. Y lo hacía lloviera o nevara y, si podía cargar con 30 kilos, pues llevaba 40», bromea.

Si la marea era buena, los botes llegaban hasta el mismo centro de Vegadeo. No sin esfuerzo de los tripulantes, que debían manejar los remos, además de pagar 15 pesetas por el viaje. En Vegadeo desembarcaba su carga de pescado -conocida como feixe- y se iba a vender. Al principio, comerciaba en la plaza del Ayuntamiento; después alquiló un pequeño puesto de venta fija a orillas del río Suarón. Como no sabía estarse quieta, si no venía la clientela, se colocaba el cesto en la cabeza y se iba a vender la mercancía por las casas.

Y entre el pescado y la fruta, fue pasando la vida. Hasta que a los 42 años sufrió un fatal accidente, al verse afectada por el derrumbe de un antiguo edificio en Figueras. Como consecuencia del suceso perdió una pierna y se vio obligada a dejar el comercio. Aunque fue duro, salió adelante y hoy disfruta de su familia y de sus recuerdos en su querida villa figueirense.