Considero que no hay nada peor en alguien al que piden que exprese una opinión que quedarse en el tibio punto medio. No tiene sentido. Si a alguien le dicen que diga lo que piensa, y lo que dice es algún tipo de cortesía que le hace quedar bien con todos los presentes, desconfío. Es por eso que, en plena semana previa a las votaciones del domingo que han de decidir quien manda sobre nuestros destinos los próximos tres años (o tres meses, que nunca se está seguro con estos...), me sabe francamente mal dejar muy claro que no sé que pensar: si alguien me dice que no votará, lo entiendo perfectamente, y si dice que votará, igual. Porque la situación en Asturias es tan surrealista que, por una vez, me parece que todo el mundo tiene argumentos de sobra para tomar cualquier tipo de decisión al respecto. Entiendo al escandalizado, al indignado, al cansado, al forofo, al agraviado. Los entiendo a todos. Yo votaré, que conste, pero no podría defender mi argumento contra el que no lo hará.